La cuna vacía y un llanto lejano atraviesa las paredes cada noche
En Valldemossa, Isabel habitaba un caserón al borde del bosque.
Viuda de guerra, convivía con un silencio tan hondo que hasta las paredes parecían respirar.
«Nunca dejes que la soledad te consuma», le había advertido su vecina, doña Clara, una mujer robusta y ajada por los años, cuyos misteriosos consejos siempre parecían hallar sentido con el tiempo.
Pero esa noche, una inquietante novedad perturbó el equilibrio de Isabel: un llanto de niño brotaba de entre las sombras del cuarto vacío.
Empujada por una mezcla de horror y compasión, Isabel se adentró en la estancia iluminada solo por la pálida luz de la luna.
Entre susurros, se consolaba a sí misma creyendo que la fatiga le estaba jugando malas pasadas.
El aire olía a antigüedad y desuso, pero no había rastro de niño alguno, solo la cuna que había preparado con tanto amor años atrás y que jamás acunó esperanza.
«¿Quién llora ahí?», preguntó con voz temblorosa.
Como única respuesta, el suspiro de las ramas contra las ventanas.
Decidida a desentrañar el enigma, Isabel recurrió al viejo Tomás, el bibliotecario del pueblo, un hombre de mirada sagaz y gesto sereno.
«Los cuentos viejos hablan de espíritus de niños que buscan consuelo, atrapados en medio de dos mundos», explicó Tomás, pasando sus dedos por tomos polvorientos. «Debes averiguar qué quieren, o nunca te dejarán en paz.»
Con una vela en mano, Isabel subió al cuarto en cuanto escuchó el primer llanto nocturno.
Se llevó la llama al pecho y pensó: “Si yo he sobrevivido al dolor del adiós, ¿no merece un niño la misma esperanza?”
—Estoy aquí para ayudarte —dijo.
La cuna se meció; emergió un niño de mirada espectral: —Mi mamá quedó al otro lado.
Conmovida, Isabel asintió: —Te ayudaré a encontrarla.
Con la guía de Tomás y la sabiduría de doña Clara, que conocía rituales antiguos para comunicarse con el más allá, Isabel realizó un acto de amor puro y arriesgado.
Invocaron a la madre ausente, y por primera vez, el llanto cesó, reemplazado por risas infantiles que danzaban en el viento.
La entidad materna se manifestó bajo la cálida luz de las velas.
Su rostro era dulce y bondadoso, y sus ojos se posaron sobre el niño con infinita ternura.
«Gracias», susurró antes de que ambos espíritus se fundieran en un resplandor suave y desaparecieran.
Al alba, la casa recuperó su paz.
Meses después, el esposo volvió de la guerra.
Bajo las mismas estrellas, su primer hijo llenó al fin la cuna vacía, sellando la promesa de un nuevo comienzo.
La vivienda, testigo de misterios y bondades, se convertiría desde entonces en un hogar lleno de risas y amor.
Isabel y su familia prosperaron, y aunque guardaron la historia del niño y su cuna vacía en un susurro, supieron que a veces el más frágil de los llantos trae consuelo eterno.
La villa de Valldemossa siguió siendo un lugar de tradiciones y leyendas, pero también de esperanzas cumplidas y segundas oportunidades.
Y cada vez que el viento silbaba entre los árboles, algunos juraban escuchar una melodía de cuna, como si fuera el eco de una promesa de felicidad eterna.
Moraleja del cuento «La cuna vacía y un llanto lejano atraviesa las paredes cada noche»
En la oscuridad de nuestras noches, acunamos a veces penas que no nos pertenecen.
Pero con valor y compasión, somos capaces de transformar ese llanto en una melodía de esperanza, recordándonos que incluso cuando enfrentamos lo desconocido, el amor es el faro que guía a los espíritus perdidos hacia la paz.
Abraham Cuentacuentos.