La gallina y la aventura en el jardín de los árboles cantores del verano
En un rincón olvidado del vasto mundo, existía un pequeño pueblo donde los días transcurrían con la placidez de un río lento.
En medio de aquel entorno bucólico, donde los prados verdes eran salpicados por flores de mil colores, se levantaba la finca de doña Matilda, una señora cuyo amor por los animales era conocido por todos.
Entre la diversa fauna que habitaba su hogar, destacaba una gallina de plumas doradas llamada Clara.
Clara no era una gallina común y corriente.
Sus plumas brillaban como el sol del amanecer y sus ojos, de un negro profundo, parecían contener todos los secretos del universo.
Ella poseía una curiosidad inusual para su especie, y todos los días exploraba cada rincón del corral, siempre en busca de nuevos descubrimientos.
Una calurosa mañana de verano, Clara notó algo peculiar. En el extremo del jardín, donde crecían altos y robustos árboles, se escuchaba una melodía encantadora.
Los árboles, con sus hojas verdes relucientes, parecían susurrar secretos en el viento.
Clara, impulsada por su curiosidad, decidió investigar el origen de esa música mística.
Se acercó sigilosamente hasta el borde del jardín, donde había un seto alto que marcaba el límite del territorio de doña Matilda.
Más allá, se extendía un vasto y desconocido mundo.
Clara, después de unos instantes de indecisión, logró escabullirse por una brecha en el seto y, con el corazón palpitante de emoción, se adentró en aquella tierra prometida.
El Jardín de los Árboles Cantores del Verano, como descubriría más tarde Clara, era un lugar maravilloso, habitado por criaturas extrañas y hermosas.
Mientras caminaba, la melodía que había escuchado se hacía cada vez más clara.
Era como si los propios árboles entonaran una canción antigua y poderosa.
“¿Quién va ahí?”, se escuchó una voz suave y melodiosa, tan dulce como la miel. Clara dio un respingo y vio ante sí a un colibrí de plumaje iridiscente. Sus alas batían rápidamente, creando un zumbido delicado a su alrededor.
“Soy Clara, del corral de doña Matilda”, respondió la gallina con una inclinación de cabeza. “Escuché la música y mi curiosidad me trajo hasta aquí”.
El colibrí, que se presentó como Álvaro, bajó en una suave espiral hasta posarse en una rama cercana. “Has sido afortunada, Clara. No muchos logran encontrar este lugar. Los árboles cantores sólo revelan su magia a aquellos de corazón puro y mente inquisitiva”.
Movida por una mezcla de asombro y emoción, Clara comenzó a preguntar sobre aquel lugar.
Álvaro, por su parte, decidió acompañarla en su paseo y le presentó a varios habitantes del jardín: Mariela, una mariposa de alas azul celeste, y Rodrigo, un escarabajo de caparazón brillante como el jade.
Cada uno tenía su propia historia y personalidad, y todos hablaban con un cariño visible hacia sus árboles cantores.
Una tarde, mientras conversaban a la sombra de un roble majestuoso,
Mariela compartió una inquietante noticia. “Dicen que una sombra oscura ronda el jardín. Alguien ha estado apagando las canciones de los árboles. Ya hay tres que han perdido su voz”.
Aquel anuncio cayó como una losa sobre la tranquilidad de Clara.
Ella, que había llegado al Jardín de los Árboles Cantores del Verano buscando maravillas y música, se encontró de pronto con el temor de que todo pudiera desaparecer.
Decidió, con valentía, que debía hacer algo. “Debemos averiguar quién está detrás de esto. ¿Me ayudaréis?”, propuso a sus nuevos amigos.
Álvaro, Mariela y Rodrigo asintieron con determinación.
Unidos por una nueva misión, los cuatro comenzaron a indagar por el jardín, escuchando relatos y observando cualquier signo sospechoso.
Su búsqueda los llevó hasta un viejo roble, cuya corteza estaba marcada por extrañas incisiones.
“Esto no es obra de animales del jardín”, dijo Rodrigo, examinando las marcas. “Es la señal de alguien que no pertenece aquí”.
“¿Quién podría querer apagar la música de los árboles?”, preguntó Mariela, posando sus alas suavemente sobre una hoja.
La respuesta llegó en forma de una figura misteriosa que emergió de entre las sombras del crepúsculo.
Era un zorro astuto, de nombre Santiago, cuyas intenciones ocultas empezaron a desvelarse.
Con su pelaje rojo fuego y sus ojos astutos, Santiago había sido expulsado de muchos territorios debido a sus travesuras.
“¿Qué quieres, Santiago?”, demandó Clara con firmeza. “¿Por qué apagas la música de los árboles?”.
La sonrisa del zorro era tan afilada como sus colmillos. “La música de los árboles cantores otorga sabiduría y paz. Desearía que los humanos no la tuvieran tan fácil. Y además…”, se detuvo un instante, “no me gusta compartir”.
“Eso no es justo”, exclamó Álvaro, volando cerca del rostro del zorro. “La música es para todos, no sólo para ti. Devolverás la voz a los árboles o te enfrentarás a las consecuencias”.
El grupo, liderado por Clara, rodeó a Santiago, cuya actitud desafiante comenzó a desmoronarse frente a la determinación de sus adversarios.
Al sentirse acorralado, el zorro suspiró ruidosamente y, finalmente, accedió a devolver lo que había robado.
“Está bien, está bien. Iré al árbol madre y revertiré lo que hice. Pero no lo haré sin que alguien me acompañe. No confío en vosotros para no alterar la magia”, dijo Santiago, alzando una ceja retadora.
Clara, mostrándose valiente, insistió en acompañar a Santiago en su misión. Juntos, avanzaron hacia el corazón del bosque, donde se alzaba el majestuoso árbol madre, cuyas raíces se extendían como venas vitales por todo el jardín.
Con una mezcla de reticencia y verdadero arrepentimiento, Santiago lanzó un hechizo antiguo, devolviendo la voz perdida a los árboles cantores.
La música comenzó a fluir nuevamente, llenando el aire de notas puras y reconfortantes.
De regreso, Clara y el grupo observaron cómo el jardín recuperaba su vibrante vida. Los árboles se balanceaban al ritmo de la música y las criaturas se unían en un coro jubiloso, agradecidas por la restauración de su armonía.
Santiago, tocado por la bondad y el coraje de Clara, prometió abandonar sus malas acciones y se unió a la comunidad del jardín, ayudando en la protección de su paz y tranquilidad.
Desde aquel día, el Jardín de los Árboles Cantores del Verano se convirtió en un paraíso aún más espectacular, reforzado por la amistad y la cooperación de todos sus habitantes.
Clara, satisfecha y llena de nuevos conocimientos, regresó al corral de doña Matilda.
Cada vez que los aldeanos escuchaban la melodía mágica que flotaba desde el jardín, no podían imaginar que había sido una gallina valiente y sus increíbles amigos quienes habían restituido aquella música maravillosa al mundo.
Moraleja del cuento «La gallina y la aventura en el jardín de los árboles cantores del verano»
La curiosidad y el coraje pueden llevarnos a vivir aventuras inolvidables y a descubrir verdades sorprendentes.
A veces, la acción de un solo individuo puede cambiar el destino de muchos, y la verdadera magia reside en la amistad y la cooperación.
Abraham Cuentacuentos.