La leyenda del pollito y el dragón que protegía el tesoro de la granja mágica
Hace mucho tiempo, en una remota pradera de verdes pastos y altos árboles encinos, existía una granja mágica, conocida por todos los animales del lugar como «El Refugio de la Luz». Aquella granja no solo destacaba por sus cosechas doradas y sus frondosos jardines, sino también por albergar a una comunidad peculiar de aves, entre las que destacaban unos pollitos especiales y encantadores. Entre ellos, sobresalía un pequeño y vivaracho pollito llamado Elías. De plumaje suavemente dorado, ojos grandes y curiosos, y una energía inagotable, Elías solía ser el alma de cualquier aventura en el pequeño rincón que llamaban hogar.
En la granja vivían también la gallina Matilde, madre del pequeño Elías, con sus plumas claras y su mirada protectora; Don Diego, un sagaz gallo de plumaje rojo que siempre tenía una historia que contar; y Valeria, un pato que solía nadar en el estanque del lado oeste, de plumas negras brillantes como la noche, y personalidad reflexiva y calmada.
Una tarde, Elías sintió una inexplicable necesidad de adentrarse más allá del cercado de la granja, atraído por la densa arboleda que, según las leyendas, guardaba secretos incalculables. Con su habitual entusiasmo, Elías corrió hacia Doña Matilde para informarle de su intención. “Mamá, quiero investigar el bosque. He escuchado tantas historias sobre él. Estoy seguro de que hay algo increíble esperando a ser descubierto», exclamó Elías con ojos llenos de ilusión.
“Elías, querido, el bosque es peligroso. Está lleno de misterios que podrían ser demasiado para un pollito como tú”, respondió su madre con una mezcla de preocupación y ternura. Pero Elías, con su típico carácter obstinado, insistió. “Por favor, mamá. No estaré solo. Invitaré a Valeria y Don Diego. Juntos seremos invencibles.”
Con una leve resignación y tras una breve discusión, Doña Matilde finalmente accedió. Así, el trío se preparó para la aventura. Elías lideraba el grupo, seguido por el valiente Don Diego, y Valeria cerraba la marcha, agitado el agua solo lo necesario para mantenerse firme junto a los demás. Caminaban bordeando los altos y frondosos árboles, compartiendo historias y disfrutando del paisaje, hasta que hallaron algo inesperado: una cueva oscura con una entrada grande y enigmática.
Dentro, se rumoraba en antiguas historias contadas por Don Diego, dormía un dragón que custodiaba un tesoro valioso. La curiosidad de Elías había llegado a su punto culminante. “No podemos detenernos aquí. El tesoro debe estar muy cerca,” dijo el pollito con voz decidida. “Sea como sea, debemos entrar.”
Valeria, siempre más cauta, replicó: “¿Estás seguro, Elías? A veces, mirar detrás de las leyendas puede traer consecuencias inesperadas. ¿Qué tal si esperamos hasta el amanecer?” Pero la pasión de la juventud no entendía de demoras y, empujado por un deseo insaciable de explorar, Elías ya estaba avanzando hacia el interior de la cueva.
Los primeros pasos fueron inciertos, el aire se impregnaba de misterio y el suelo pedregoso dificultaba su avance. Sin embargo, la valentía del grupo logró que continuaran adentrándose. Al llegar a una cavidad más amplia y iluminada por un resplandor azul, se encontraron cara a cara con el dragón legendario. Era inmenso, de escamas verdiazules que tornasolaban con la luz, ojos que reflejaban siglos de sabiduría y una postura imponente.
Pero lo más fascinante no era el dragón en sí, sino lo que había a su alrededor. Allí, rodeándolo, se expandía un carrusel de objetos preciosos: joyas, pergaminos antiguos, y cálices dorados que parecían narrar historias olvidadas. En un gesto inesperado y sorpresivo, el dragón levantó su cabeza y habló con voz profunda y ceremoniosa. “¿Quién osa adentrarse en mi morada sagrada?”
Elías, aunque temeroso, reunió todo su coraje para responder. “Somos exploradores de la granja mágica. No pretendemos hacerte daño ni robar tus tesoros, solo buscamos comprender el mundo y sus maravillas.» El dragón clavó su mirada en él, evaluándolo en silencio, y tras unos eternos segundos, emitió una risotada suave y cavernosa.
“Eres valiente, pequeño ser. Y tu sinceridad es un atributo que respeto. Pocos se atreverían a confrontarme con tal honestidad.” Valeria y Don Diego, impresionados por la reacción del dragón, se acercaron lentamente, reafirmando las palabras de Elías.
“¿Podrías contarnos tu historia? Queremos aprender de ti, no por codicia, sino por sabiduría,” añadió Don Diego, con la calma que lo caracterizaba. El dragón, complacido por tan distinta recepción de lo acostumbrado, aceptó compartir su ancestral relato.
«Hace siglos, estos objetos no eran meros tesoros materiales, sino símbolos de una alianza entre todas las criaturas de este mundo. Cada uno representaba una virtud o conocimiento que se debía respetar y proteger,» explicó el dragón con melancolía.
«Mi misión es resguardar este legado. Pero lo que muchos no saben es que no deseo ser solo guardián. Anhelo compartir el valor de cada pieza con quienes se acerquen con pureza de corazón.»
Elías, sorprendido por el sabio y gentil dragón, propuso algo inesperado. “Permítenos llevar un objeto a la granja mágica. Prometemos en tu nombre proteger su historia y enseñar a nuestros amigos el verdadero valor de lo que resguardas.”
Con un brillo en sus ojos, el dragón ofreció la más pequeña de las joyas: un colgante de esmeralda inscrito con runas antiguas. «Este amuleto es símbolo de la verdad y la cooperación. Llévalo y cuida de él como lo he hecho yo. Y recuerden, jóvenes aventureros, la verdadera magia radica en compartir la sabiduría que obtenemos.»
De regreso a la granja, Elías, Don Diego y Valeria relataron su aventura a Doña Matilde y al resto de los habitantes. El colgante se convirtió en un talismán comunitario, inspirando a todos a vivir con honestidad y solidaridad. El dragón del tesoro, lejos de ser una amenaza, había brindado una enseñanza inmensa que transformó a «El Refugio de la Luz» en un lugar aún más mágico.
La aventura de Elías no solo había traído un suceso memorable, sino que había consolidado la unión de los animales de la granja y dejado una marca indeleble en sus corazones. Entre risas y celebraciones, el nuevo día amaneció con una promesa de nuevas historias y más descubrimientos que hacer. Y así, en una feliz y reconfortante paz, el pequeño pollito dorado hizo de su vida un canto continuo a la curiosidad y al valor.
Moraleja del cuento «La leyenda del pollito y el dragón que protegía el tesoro de la granja mágica»
Este cuento nos enseña que la verdadera riqueza no se encuentra en los objetos materiales, sino en la sabiduría y las experiencias compartidas. La valentía, la honestidad y la cooperación son virtudes que transforman cualquier aventura en una fuente de crecimiento personal y comunitario.