La liebre y la tortuga

La liebre y la tortuga


La liebre y la tortuga

En el profundo y exuberante bosque de Robledal, donde las copas de los árboles se entrelazaban en una danza inmaculada con el cielo, vivían numerosos animales en armonía. Una de las criaturas más conocidas era una liebre llamada Alejandro. Con su pelaje castaño y ojos de un verde esmeralda que reflejaban una mezcla de astucia y jovialidad, Alejandro destacaba por su velocidad prodigiosa. Nadie en el bosque podía competir con su agilidad, lo que le había forjado una reputación de rápido pero algo arrogante.

En contraste, la tortuga Martina vivía en las mismas profundidades del bosque. Martina era la máxima exponente de la calma y la constancia, con su caparazón resplandeciente de verde musgo y ojos marrones llenos de una sabiduría serena, que reflejaban su espíritu paciente y su humildad palpable. Aunque era conocida por su lentitud, Martina poseía una fuerza interna avasalladora, cultivada a lo largo de sus años transitando el Bosque de Robledal.

Era una soleada mañana de primavera cuando Alejandro, con su habitual jactancia, lanzaba bravatas sobre sus dones veloces frente a una asamblea de animales. Allí estaban Fran, el astuto zorro, que meneaba su cola con elegancia, Pedro, el búho sabio, que observaba todo con ojos penetrantes, y Camila, la ardilla traviesa que siempre buscaba diversión.

– «No hay criatura en este bosque que pueda vencerme en una carrera», proclamó Alejandro. «Soy el más rápido, ¡sin lugar a dudas!»

Martina, aunque de naturaleza tranquila, no pudo contener su deseo de dar una lección de humildad a Alejandro. Su voz suave pero firme surgió de entre los murmullos de los animales.

– «Alejandro, quizás seas rápido, pero subestimar a los demás no conduce a ningún buen destino. Te reto a una carrera hasta la Gran Encina.»

Una risa unísona estalló entre los animales ante lo que muchos consideraban una propuesta absurda. Pero Alejandro, confiado y travieso, no pudo rechazar el desafío.

– «¿Una carrera, Martina? ¡Acepto! No digas que no te lo advertí», respondió con un destello burlón en los ojos.

Al día siguiente, al alba, los habitantes de Robledal se reunieron a orillas del río Brillante, el punto de partida de la carrera. Entre los presentes estaban Miguel, el ciervo noble de astas impresionantes, y Elisa, la vivaz rana que saltaba de hoja en hoja esperando el inicio.

Pedro, el búho, encargado de dar la señal de salida, extendió sus alas y proclamó:

– «En marcha, ¡que comience la carrera!»

Alejandro despegó como una ráfaga de viento, mientras Martina avanzaba con su ritmo pausado pero seguro. A su paso, Alejandro no podía dejar de reír internamente al pensar en lo fácil que sería este triunfo.

A mitad del camino, Alejandro decidió tomarse un descanso bajo la sombra de un roble frondoso. Se acomodó sobre una cama de hojas, convencido de que tenía tiempo de sobra. La brisa suave y la tranquilidad del bosque lo arrullaron, y pronto cayó en un sueño profundo.

Martina, en su parsimoniosa travesía, no cesó de caminar. Cada paso era una afirmación de su fortaleza y convicción. En el camino, dio ánimos a Julia, la mariposa, que luchaba por salir de un capullo, y ayudó a Diego, el ratón, a encontrar el camino de regreso a su hogar.

Cuando Alejandro despertó sobresaltado, ya había pasado gran parte del día. Se levantó de un salto y corrió a toda velocidad, pero con cada paso se percataba de que no veía a Martina en el camino.

La Gran Encina, el distintivo árbol que marcaba la meta, se erguía majestuosa al final del sendero. Los animales se habían congregado allí, esperando expectantes. Martina, con su constancia y determinación, llegó y tocó el tronco áspero de la encina, justo en el momento en que Alejandro irrumpía a toda prisa.

La ovación fue inmediata. Elisa inició un canto melódico, mientras Fran y Pedro aplaudían con sincera admiración. Alejandro, jadeante y estupefacto, no podía creer lo que veía.

– «Martina, has ganado… pero, ¿cómo es posible?», preguntó con consternación.

Martina sonrió con sabiduría reflejada en sus ojos.

– «Alejandro, no es solo la velocidad, sino la perseverancia y la humildad lo que al final nos lleva al éxito. Nunca subestimes el poder de la constancia.»

Y con esa lección inolvidable, Alejandro comprendió el valor de la humildad y prometió desde ese día respetar a cada uno de los habitantes del bosque, valorándolos por sus propias habilidades y atributos.

La vida en el bosque de Robledal continuó en armonía, y tanto Alejandro como Martina se convirtieron en inseparables amigos, compartiendo la sabiduría adquirida por el camino.

Moraleja del cuento «La liebre y la tortuga»

La verdadera fortaleza no reside en la velocidad ni en la arrogancia, sino en la perseverancia y en el respeto hacia los talentos y habilidades de los demás. No subestimes a nadie, pues cada ser tiene un valor único que aporta al conjunto.

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