El copito de nieve que deseaba ser regalo
En un pequeño pueblo abrazado por montañas nevadas y bañado por la luz suave del invierno, la nieve caía como un susurro, cubriendo los tejados y las calles con un manto blanco y brillante.
Las luces de Navidad parpadeaban tímidamente, reflejándose en los copos que danzaban en el aire.
Allí vivía Clara, una niña de ocho años con mejillas rosadas por el frío y ojos oscuros que parecían guardar los secretos del mundo.
Clara pasaba sus días jugando en la nieve, construyendo muñecos y escuchando las historias de su abuelo Mateo, un hombre de barba espesa y voz tranquila que siempre sabía cómo convertir cualquier momento en una lección mágica.
Una tarde, mientras Clara observaba la nieve caer desde la ventana, preguntó con curiosidad:
—Abuelo, si la nieve pudiera pedir un deseo, ¿qué crees que desearía?
El abuelo Mateo, mesando su barba, sonrió antes de responder:
—Quizás desearía convertirse en algo eterno, en un regalo que pudiera tocar los corazones de quienes la ven, incluso después de que se derrita.
Las palabras de su abuelo encendieron la imaginación de Clara.
Esa noche, mientras se arropaba para dormir, soñó con hacer realidad el deseo de la nieve.
Al día siguiente, Clara decidió que ese año convertiría la nieve en el mejor regalo de Navidad.
Pero no sabía cómo hacerlo sola, así que buscó la ayuda de Lucas, un joven carpintero conocido por su habilidad para crear maravillas con madera y cristal.
—Lucas, ¿puedes ayudarme a hacer un regalo con la nieve? —preguntó Clara, sosteniendo un puñado de copos recién recogidos.
Lucas, con una sonrisa, aceptó el reto. Juntos planearon crear algo único: una esfera de cristal que atrapara la magia de la nieve en su interior.
Mientras Lucas tallaba el paisaje de madera dentro de la esfera, Clara recolectaba la nieve más brillante del pueblo.
Trabajaron durante días, con el calor del fuego manteniéndolos acompañados y las risas llenando el aire.
Lucas daba forma a un diminuto bosque con abetos, un pequeño río congelado y casas que parecían sacadas de un cuento.
Finalmente, Clara vertió la nieve dentro de la esfera, sellándola con cuidado.
Al girarla, los copos parecían cobrar vida, arremolinándose con gracia alrededor del pequeño mundo invernal.
—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Clara, admirando su creación.
El día de Nochebuena, Clara y Lucas llevaron la esfera a la plaza del pueblo.
Bajo el árbol de Navidad decorado con luces y guirnaldas, presentaron su obra maestra a los vecinos.
Cuando giraron la esfera, todos quedaron maravillados.
Los copos de nieve bailaban en su interior, y el pequeño paisaje parecía cobrar vida con cada vuelta.
Las risas y aplausos llenaron el aire mientras los niños y adultos pasaban la esfera de mano en mano, descubriendo algo nuevo en cada giro.
Pero Clara y Lucas sabían que su misión aún no había terminado.
En un rincón del pueblo, vivía el viejo Thomas, un hombre solitario que rara vez salía de su casa.
Decidieron llevarle la esfera, aunque no sabían si aceptaría el regalo.
Thomas abrió la puerta con el ceño fruncido, pero al ver la esfera y las sonrisas de Clara y Lucas, sintió una chispa de curiosidad.
Cuando tomó la esfera y la giró, algo cambió en su expresión.
En el remolino de nieve vio reflejos de su propia vida: recuerdos de una infancia feliz, de una Navidad en la que cantó villancicos con su familia.
Lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas, y en su corazón, una calidez olvidada comenzó a florecer.
—Gracias —susurró Thomas con voz quebrada—. Había olvidado lo que era la magia de la Navidad.
Clara y Lucas se despidieron con una sonrisa, sabiendo que habían llevado algo más que un regalo.
Habían despertado en Thomas el espíritu de la Navidad que nunca se apaga.
La esfera de nieve no solo se convirtió en un tesoro para Thomas, sino en un símbolo de unión para todo el pueblo.
Cada invierno, la colocaban en la plaza, donde niños y adultos se reunían para girarla y recordar la importancia de estar juntos.
Año tras año, la esfera renovaba el espíritu navideño, recordándoles que los mejores regalos no son los más grandes ni los más costosos, sino aquellos que tocan el corazón y nos conectan con los demás.
Moraleja del cuento «El copito de nieve que deseaba ser regalo»
Y la moraleja de esta historia, tejida entre copos y anhelos, nos recuerda que los regalos más valiosos no son aquellos que se tocan con las manos, sino aquellos que se sienten con el alma y perduran en el tiempo, trascendiendo incluso lo efímero de la nieve.
Porque la verdadera magia de la Navidad no está en los objetos, sino en los gestos de amor, en los recuerdos que creamos y en los lazos que fortalecemos con quienes nos rodean.
Abraham Cuentacuentos.