La noche eterna y los susurros del bosque de las almas perdidas

La noche eterna y los susurros del bosque de las almas perdidas

La noche eterna y los susurros del bosque de las almas perdidas

Una espesa neblina cubría el pequeño pueblo de Valderráiz cada noche, como un manto de sombras que parecía abrazar siniestros secretos. Situado en medio de un vasto bosque ancestral, se contaban innumerables leyendas sobre ese lugar, pero ninguna tan perturbadora como la del Bosque de las Almas Perdidas. Apenas al caer la noche, los habitantes cerraban puertas y ventanas, sumidos en el miedo de escuchar aquellos susurros mortales que emanaban de entre los árboles imponentes.

Isabel y Martín eran una joven pareja que, movidos por la curiosidad y un deseo de aventura, se mudaron a Valderráiz buscando escarbar en su milenaria historia. Isabel, una arqueóloga fascinada por los mitos locales, y Martín, un periodista siempre en busca del siguiente gran reportaje, oyeron hablar del bosque y decidieron investigar.

Los aldeanos les miraban con aprensión y susurros oídos en silencio los acompañaban a donde fueran. Una tarde, Isaías, el anciano del pueblo, se les acercó en la taberna. Su rostro arrugado reflejaba años de historias y terrores.

—No se acerquen al bosque por la noche— les advirtió, con voz áspera como la corteza de los árboles ancianos. —Las almas de los perdidos os reclamarán.

Isabel y Martín intercambiaron miradas. Aunque respetaban la experiencia de Isaías, no pudieron evitar sentirse escépticos. Aquella misma noche decidieron adentrarse en el bosque, portando tan solo linternas y cámaras. A medida que avanzaban, un frío incesante calaba en sus huesos, y el susurro del viento entre las ramas se volvía un murmullo ininteligible.

El camino se tornaba cada vez más angosto hasta darles la impresión de que el bosque conspiraba para obligarlos a regresar; pero su determinación era firme. Pronto, llegaron a un claro donde se decía que antaño se alzaba un antiguo altar druídico. Isabel sintió una extraña vibración en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor.

—¿Lo oyes?— preguntó Isabel a Martín, intentando dilucidar palabras en aquellos ruidos extraños.

—¡Sí! Hay algo más que viento en estos ecos— respondió él, enfocando su linterna hacia un punto en el que parecía intuir una figura vaga. Pero aquello no era más que el inicio de una ominosa revelación.

De repente, una sombra se materializó ante ellos, difusa como un espejismo. Isabel sintió un miedo visceral cuando reconoció la forma de una mujer joven, vestida con ropajes antiguos. La figura abrió la boca pero no emitió sonido. Desesperados, volvieron sobre sus pasos, ahora conscientes de la dimensión de su error.

Esa noche lograron escapar del bosque, pero no ilesos. Algo pareció acosarles cada paso del camino, y cuando finalmente llegaron al pueblo, su aliento se entremezclaba con la neblina nocturna. Fueron recibidos por Isaías, quien los miró con una mezcla de piedad y resignación.

—Habéis sentido su presencia. Una vez han fijado sus ojos en vosotros, no os dejarán en paz.

A partir de entonces, la vida de Isabel y Martín nunca volvió a ser igual. Sentían el frío aliento de aquellas presencias sin importar dónde estuvieran, oyendo los susurros por las noches, clamando por justicia y liberación. Angustiada, Isabel buscó respuestas en los antiguos manuscritos del pueblo, descubriendo que aquellos seres eran almas atrapadas en un tormento eterno.

Desesperados por una solución, se adentraron nuevamente en el bosque acompañados de Isaías. El anciano portaba amuletos y artilugios que, dijo, les protegerían. Llegaron al altar druídico una vez más, y siguiendo las instrucciones del anciano, comenzaron un ritual para liberar aquellas almas.

Durante el ritual, el viento se levantó ferozmente y las sombras se arremolinaron a su alrededor. De repente, una figura más clara que las demás surgió del epicentro del altar. Era la misma joven que habían visto antes.

—Ayudadnos a salir de este sufrimiento.— La figura habló, su voz resonante y a la vez distante.

Isaías les pidió que repitieran una antigua letanía, que marcaba el final del ritual. Isabel y Martín recitaron las palabras con fervor, y finalmente, el viento se detuvo. Las sombras parecieron disiparse y una paz palpable cubrió el bosque.

Los susurros cesaron. Las almas atrapadas por fin encontraron descanso. Isabel y Martín volvieron al pueblo con una nueva perspectiva, una mayor conciencia sobre el equilibrio entre el mundo de los vivos y los muertos. Sus vidas cambiaron profundamente, y Valderráiz recuperó su tranquilidad sin los susurros de antaño.

—Habéis liberado sus almas y con ellas, habéis liberado también al pueblo— dijo Isaías solemnemente.

A partir de entonces, Isabel y Martín se convirtieron en los protectores y guardianes de las leyendas y espíritus del antiguo bosque, asegurando que nadie más cayese en el error de perturbar su paz. La gratitud de los aldeanos y la serenidad de aquellos que habían sido liberados les dieron una vida plena y reconfortante.

Moraleja del cuento «La noche eterna y los susurros del bosque de las almas perdidas»

A veces, lo desconocido encierra secretos que deben ser respetados. En la búsqueda de la verdad, es crucial actuar con empatía y responsabilidad. Aunque el deseo de descubrir es valioso, la sabiduría radica en saber cuándo detenerse y escuchar las voces del pasado. Solo así podremos vivir en armonía con los misterios del mundo.

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