Cuento: La princesa guerrera del reino del norte

Astryd, hija del hielo, aprendió que no todo enemigo lleva colmillos. Junto a un dragón marcado por la traición y una voz que nunca calló, cruzó decisiones que forjan más que una corona. Algunas batallas se ganan eligiendo no combatir. Ideal de 8 años en adelante.

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Revisado y mejorado el 07/06/2025

Princesa con armadura, espada y escudo al frente de un ejército a caballo, con un castillo al fondo y cielo en tonos de acuarela.

La princesa guerrera del reino del norte

A nadie se le había permitido jamás cruzar el Paso Helado sin volver a mirar atrás.

Pero esa noche, bajo la aurora que danzaba como un velo en el cielo, una figura cabalgaba solitaria con un secreto que podría destruir todo lo que amaba.

Solo ella sabía lo que había descubierto en las montañas: que todo lo que creía sobre su destino, tal vez no era del todo cierto.

En las gélidas tierras del Reino del Norte, donde el viento hablaba con voz de madre y los glaciares eran viejos como los nombres olvidados, vivía Astryd, hija del rey Balder y de la reina Elanor.

No era una princesa de salón ni de seda.

Sus cabellos eran tan oscuros como los riscos de obsidiana, y sus ojos, tan claros como el agua en las cuevas del deshielo.

Su belleza no era dócil, sino feroz.

Forjada en la nieve y templada en la llama de la voluntad.

Desde niña, había entrenado en la explanada donde los soldados curtidos bajaban la mirada al verla blandir la espada.

Pero a pesar de su destreza, guardaba dudas que nunca pronunciaba: ¿era el combate su único camino? ¿Podía liderar desde la palabra, no solo desde el filo?

Su madre le enseñó a escuchar el murmullo de la tierra, a conocer la voz de cada animal y a tratar con el mismo respeto a una flor que a un enemigo.

Su padre, rey sabio y justo, siempre le recordaba: «No heredes mi trono. Gánatelo.»

Una noche, los cielos temblaron.

Las aldeas al pie de las montañas comenzaron a arder, y con ellas se alzó un antiguo miedo: un dragón había despertado.

Pero no cualquier criatura.

Era el que, según los cuentos de las tejedoras, dormía enterrado desde antes de la primera corona.

Astryd no esperó el consejo del círculo real.

Se ciñó su armadura, pidió su montura y se despidió de su padre. Balder la abrazó fuerte. “Confío en ti, hija mía. No por tu espada, sino por tu juicio.”

Días de hielo y noche.

A través de pasos cerrados por ventiscas y valles donde las sombras acechaban, Astryd avanzó.

En su mente pesaba una pregunta que no se atrevía a decir en voz alta: ¿y si el dragón no era la amenaza?

El Paso Helado se alzaba imponente frente a ella.

Allí, el viento cortaba como cuchilla y las piedras hablaban en crujidos antiguos.

Cada paso sobre el hielo parecía despertarlo.

Era un lugar que recordaba.

Un lugar que nunca olvidaba.

Cuando lo encontró, no fue como lo esperaba.

La criatura era enorme, sí, cubierta de escamas como espejos oscuros, con alas que podían oscurecer un lago entero.

Pero en sus ojos no había odio, sino un sufrimiento antiguo.

El combate comenzó porque así debía ser: rugidos, llamas, choques de acero contra escamas.

Pero en medio de la lucha, Astryd notó algo imposible: el dragón no se defendía con intención de matar.

Se resistía.

Casi como si… la reconociera.

Astryd, una princesa guerrera con armadura, posa junto a un dragón oscuro en un paisaje nevado al atardecer con auroras en el cielo.

Entonces, Astryd detuvo su espada. «No vine a matarte. Pero tampoco dejaré que destruyas mi pueblo. Habla.»

El dragón, con voz como la grieta en un iceberg, habló.

Su nombre era Sombra Alada.

Había sido un guardián del Reino, traicionado y maldito por un antiguo hechicero: el mismo que, según los registros ocultos del castillo, había intentado tomar el trono en tiempos de Elanor.

Y Astryd recordó, como una brasa encendida en su memoria, la última noche que compartió con su madre.

Elanor le había susurrado al oído, mientras le enseñaba a vendar la pata herida de un zorro: «A veces, las heridas más hondas no sangran. Pero gritan. Y no las curas con acero.»

Astryd comprendió que la criatura no era enemiga, sino víctima.

Su deber ahora no era matar, sino liberar.

Y el precio sería alto.

Juntos, emprendieron el regreso.

El hechicero, lejos de estar muerto, había vuelto en secreto y ahora tenía al rey Balder como rehén.

El trono estaba en peligro.

El Reino, al borde del colapso.

Astryd y Sombra Alada planearon un ataque que no estaba escrito en ningún manual militar.

Usaron el cielo como aliada.

El dragón surcó la noche con Astryd en su lomo, cruzando de nuevo el Paso Helado —esa ruta que, decían, nadie debía recorrer dos veces.

El hechicero los esperaba.

Con un ejército de sombras, intentó desatar un caos definitivo.

Astryd, recordando las palabras de su madre, usó la rabia para moverse, pero la sabiduría para decidir.

No se lanzó al frente.

Usó la duda del enemigo, la memoria del dragón, la fidelidad de su pueblo.

En la batalla final, cuando el hechicero invocó un hechizo mortal, Sombra Alada se interpuso.

La luz del conjuro le atravesó el pecho, y su grito partió el cielo.

Cayó, no derrotado, sino libre.

Astryd, con el corazón en llamas y los ojos firmes, rompió el cetro del enemigo y con él, el pacto oscuro que le ataba.

Y entonces, el secreto se reveló: el hechicero había sido parte de la nobleza, desterrado por Elanor por traicionar al reino.

Había prometido regresar, y lo hizo usando la forma más cruel: corrompiendo aquello que una vez fue su deber proteger.

El Reino se salvó. Balder fue liberado. Pero algo había cambiado.

Astryd no regresó al palacio de inmediato.

Durante semanas, lloró al pie del acantilado donde Sombra Alada había caído.

Cada vez que el viento soplaba desde el este, dejaba sobre una piedra nevada una escama oscura, que brillaba como un faro.

Hasta que una mañana, una silueta se alzó entre la niebla: el dragón, renacido, no como bestia, sino como guardián de la frontera del norte.

Años después, cuando Astryd fue coronada reina, lo hizo sin ceremonia.

Subió al trono en silencio, con su espada apoyada a su lado y una silla vacía frente a ella.

Nadie osó sentarse ahí.

Era el lugar del dragón.

Dicen que, cada cierto invierno, una figura cruza sola el Paso Helado y no regresa hasta el deshielo.

Algunos creen que visita una tumba.

Otros, que habla con alguien que solo ella puede ver.

Pero todos coinciden en algo: ningún enemigo ha osado cruzar el norte desde entonces.

Moraleja del cuento «La princesa guerrera del reino del norte»

No toda batalla se gana con el filo; a veces, basta con escuchar.

Y en el corazón de quienes renuncian por amor, vive la fuerza que ningún hechizo puede romper

Abraham Cuentacuentos.

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