La princesa y el príncipe de un reino rival
Antes de que empiece esta historia, tengo que advertirte algo: hubo una vez un secreto tan bien escondido que ni los árboles se atrevieron a contarlo en voz alta.
Un secreto con forma de zorro, de estrella y de dos corazones que no sabían odiar.
Si sigues leyendo, prométeme una cosa: no lo contarás a nadie… hasta el final.
Dicen los abuelos que, más allá de las colinas y los ríos dormidos, hubo dos reinos que se miraban con recelo desde hacía tanto, tanto tiempo, que ya ni sus propios reyes sabían por qué empezó el enfado.
Solo sabían una cosa: que el otro lado era «el enemigo».
Y así lo enseñaban.
Las fronteras estaban marcadas con una línea roja en los mapas, pero también en las miradas y en los cuentos que se susurraban a los niños antes de dormir.
Nadie cruzaba.
Nadie se atrevía.
O eso creían todos.
Nadie… salvo dos jóvenes.
Alma era una princesa de espíritu curioso y corazón impaciente.
Tenía el pelo rizado como las zarzas del jardín real y una mirada despierta, como si en cada rincón viera un secreto.
Vivía en el Reino del Alba, donde el cielo parecía más azul y las flores hablaban si uno sabía escuchar.
No le gustaban los vestidos pesados ni las fiestas interminables.
Prefería esconderse en la biblioteca o salir descalza a explorar los senderos escondidos del bosque.
Del otro lado vivía Teo, un príncipe algo torpe y con las manos siempre llenas de tinta o barro.
Era hijo del rey del Reino de la Bruma, donde las nieblas acariciaban los tejados y los cuentos se contaban alrededor del fuego.
Teo no era valiente con la espada, pero sí con la palabra.
Le gustaba escribir cartas que nunca enviaba y construir cometas con papeles reciclados.
Nadie sabía que cada tarde trepaba al árbol más alto de su jardín solo para ver si, al otro lado, encontraba algo diferente.
Un día, el destino hizo de las suyas.
Fue un zorro herido el que unió sus caminos.
Alma lo encontró primero, enredado en una trampa cerca del río.
Justo cuando se inclinaba para ayudarlo, apareció Teo del otro lado, con los ojos muy abiertos.
Durante un instante, los dos se miraron sin moverse.
Luego, como si una cuerda invisible los uniera, se acercaron poco a poco, uno desde cada orilla.
—¿Tú también lo has oído? —preguntó Alma, sin explicar qué.
—Sí —respondió Teo, aunque no sabía a qué se refería. Pero sabía que era verdad.
El zorro los miró, curioso y confiado.
Entonces ocurrió algo imposible: el bosque habló.
No habló con frases ni con sonidos, sino con un soplo tibio que les erizó la piel, con hojas que danzaban como si contaran chistes entre ellas, con ramas que se curvaban suavemente como si hicieran una reverencia.
Fue un idioma hecho de gestos del bosque, y aunque ninguno de los dos pronunció palabra, lo comprendieron en el estómago, en el pecho, en ese lugar donde se guarda lo verdadero.
Estaban invitados.
Así empezó una historia distinta.
Una historia secreta.
Durante semanas, Alma y Teo se encontraron en el claro del bosque.
Compartieron cuentos, miedos y bocados de pan con mermelada.
Ella le enseñó a leer las huellas de los animales.
Él le mostró cómo hacer una cometa que bailara con el viento.
Se reían.
Se escuchaban.
No sabían aún que se estaban haciendo valientes, aunque de una forma distinta a la de los soldados.
Pero la verdad, como el sol en invierno, siempre acaba por salir.
Y los reinos, al descubrir su amistad, no reaccionaron con alegría.
Primero llegaron las órdenes. «No volverás a cruzar el río», dijo el padre de Alma. «Los del otro lado son traicioneros». En el Reino de la Bruma, el castigo fue encerrar a Teo en la torre más alta, sin ventanas, «hasta que se le pasara la tontería».
Pero ni la torre ni las órdenes detuvieron lo que ya había nacido.
Una noche sin luna, Alma dejó una nota junto al rosal más viejo del jardín.
«Confía en mí. Espera en el claro cuando caiga la tercera estrella».
Esa noche, con el corazón haciendo tambor en el pecho, Teo se descolgó por la cuerda de su cama y caminó hasta el bosque.
Allí, bajo la tercera estrella, Alma le esperaba.
—El bosque no ha dejado de hablarme —dijo ella—. Y me ha contado un secreto.
Teo no preguntó cuál.
Solo asintió.
Porque a veces, los secretos no necesitan explicación, sino acción.
Juntos caminaron hacia el roble hueco, el más antiguo del bosque.
Allí, escondida entre las raíces, encontraron una piedra cubierta de símbolos.
Era un mensaje antiguo, escrito cuando los dos reinos eran uno solo.
Hablaba de un pacto de paz sellado por dos amigos que plantaron ese árbol como promesa de unión. Una promesa olvidada.
—¿Y si lo reescribimos? —propuso Teo, sacando papel y tinta de su chaqueta.
—¿Y si esta vez lo firmamos nosotros? —respondió Alma.
Lo hicieron.
Con manos temblorosas y corazones decididos, escribieron un nuevo pacto.
Y cuando terminaron, el roble brilló por dentro, como si una luz vieja despertara.
A la mañana siguiente, los reyes despertaron con un rumor que venía del bosque.
Una sensación extraña, como de esperanza. Y fueron.
Allí, frente al roble, encontraron a sus hijos y un pergamino nuevo, con letras firmes y claras.
No era una amenaza.
Era una invitación.
Los reyes, por primera vez en mucho tiempo, se miraron sin odio.
Se sentaron bajo el árbol. Escucharon el viento.
Y esa mañana, el bosque habló también para ellos.
Desde entonces, nadie volvió a trazar líneas rojas en los mapas.
Moraleja del cuento «La princesa y el príncipe de un reino rival»
En la unión de Althea y Lyron podemos ver que el amor es la fuerza más poderosa para sanar antiguas heridas y construir puentes donde antes solo había abismos.
Que no es la sangre ni el linaje lo que define nuestro valor, sino la capacidad de amar con valor y de cambiar el mundo con el poder del corazón.
A veces, quienes parecen pequeños tienen la voz más grande. La amistad, la curiosidad y el valor de escuchar pueden cambiar incluso las historias más antiguas.
No hay frontera que no se pueda borrar cuando se escribe con el corazón.
Abraham Cuentacuentos.