La última fiesta de Halloween en el cementerio
Era una noche oscura y profunda, con un cielo arrogante de nubes que parecía tramar un hechizo en el aire, justo a tiempo para la noche de Halloween.
En el pequeño pueblo de San José de la Sierra, donde las tradiciones se mezclaban con viejas historias de fantasmas, los residentes se preparaban para una celebración que prometía ser única.
Este año, la idea de una fiesta en el cementerio había comenzado como un rumor entre las cervecerías locales, y la curiosidad había sido suficiente para despertar la imaginación del pueblo.
Mateo, un joven de veintiocho años, dueño de una librería de antigüedades, miraba por la ventana de su tienda con una mezcla de escepticismo y emoción.
La idea de pasar la noche entre tumbas y mausoleos le pareció un tanto absurdamente romántica.
La anciana del frente, Doña Rosa, había contado historias sobre aquellos que habían regresado del más allá en noches como esta.
Mientras el viento susurraba fuera, él sonrió para sí mismo al recordar las advertencias de su amiga Carla, una artista que se había dejado llevar por la magia de estas historias.
“Si usas un disfraz de fantasma, definitivamente acapararás la atención”, le decía Carla mientras ajustaba los flecos de una capa blanca y pasajera. “La gente espera algo único de mí. Pero tú, por favor, ¡no te disfraces de lo que no eres!”
—Oh, ¿y qué se supone que debería ser? —replicó Mateo, con una mirada burlona.
—El libro que nunca se abrió —dijo Carla, con un guiño y una risa contagiosa—. Podrías ser un enigma por completo.
Mateo decidió que su inquieto sentido del humor le llevaría a vestirse como un personaje de su libro favorito, un vampiro con un aire melancólico y dramático, aunque algo exagerado.
Mientras se vestía, su mente divagaba sobre las personas que asistirían a la fiesta; había rumores de que antiguos residentes del pueblo se asomarían tras las lápidas, lo que haría estallar la noche en risas e historias.
A la entrada del cementerio, luces de calabazas iluminaban las viejas piedras mientras el aroma de manzanas caramelizadas envolvía el ambiente.
Entre las sombras, el grupo de jóvenes, que evidentemente ya había comenzado la fiesta, reía y bromeaba.
Entre ellos, Carla brillaba con su disfraz etéreo, un vestido blanco que dejaba tras de sí una estela de brillo. Sus ojos reflejaban la chispa de travesura que había llevado consigo la noche.
—¡Vampiro! —gritó Carla, mientras Mateo se acercaba a ella, con un acento teatral—. ¡Deja que las sombras te atrapen!
Cada rincón del cementerio estaba adornado con telarañas y luces parpadeantes.
Disfraces de todo tipo llenaban el lugar: esqueletos, brujas, y fantasmas de papel, todos en una danza animada ante la luna llena.
Era un momento perfecto para dejarse llevar por el ambiente festivo, una noche donde las almas de la fantasía y la realidad se entrelazaban.
Sin embargo, la fiesta pronto tomó un giro inesperado. En el centro del cementerio, donde se encontraba la lápida del antiguo alcalde, un extraño grupo comenzó a cantar en voz alta.
Eran unos ancianos, que al parecer habían decidido disfrutar de su propia celebración en el lecho de muerte; sus voces seguían resonando en el aire como un eco de días pasados.
De repente, una triste historia de amor comenzó a contarse.
—¿No se supone que debíamos divertirnos? —comentó Mateo, un tanto preocupado.
Carla, siempre con su ingenio al borde, se acercó a él y dijo: —Vamos a hacer que esta fiesta funcione. ¿Qué tal si desafían a los fantasmas a contar sus propias historias?
Mateo asintió mientras ella se acercaba al grupo de ancianos. De repente, el bullicio se detuvo y todos miraron hacia Carla, admirados por su audacia.
—¡Queridos espíritus del cementerio! —comenzó ella, levantando su copa llena de ponche—. Venid a unirnos. Contadnos historias de amor prohibido, de angustia y esperanza.
Los ancianos la miraron fijamente, y con sorpresa, comenzaron a reír, contagiando a todos con su energía.
Uno de ellos, don Emiliano, con su larga barba y ojos chispeantes, hizo un gesto para que todos se acercaran.
—Déjenme contarles de la noche en que una estrella fugaz iluminó mi vida —comenzó, mientras todos se reunían a su alrededor, inmersos en la historia del amor que había marcado su juventud.
A medida que la noche avanzaba y el ambiente se llenaba de risas y anécdotas, Mateo se dio cuenta de que no todo era lo que parecía.
Las historias de los ancianos, dulces y melancólicas, comenzaron a encender en él una chispa de emoción que nunca había sentido en una Halloween previa.
En ese instante, no eran solo fantasmas, eran los recuerdos de amores perdidos y promesas vacías que hoy revivían en aquella luna.
Carla, radiante en su vestido de luces, reía y contaba historias de los distintos personajes que habían pasado por su vida, desde sus travesuras en la infancia hasta sus aventuras en la universidad.
Fue entonces cuando Mateo decidió unirse a ella, sufriendo la suerte tormentosa del vampiro que a su vez se enfrentaba al peso de los años.
A medida que relataron sus anécdotas, se sintieron arrullados por la compañía y el misterio que se había apoderado de la noche.
Fue una mezcla potente de risas, luces brillantes y ecos de historias que llevaron a los participantes a perderse en la magia de aquella noche.
El cementerio, antes frío y solitario, se estaba transformando en un lugar de celebración y paz.
Sin embargo, cuando ya comenzaba a sentir que la noche se tornaba en algo más que una simple fiesta, Mateo sintió un leve escalofrío recorrer su espalda.
Al mirar hacia un costado, notó que una figura con un disfraz de esqueleto se adentraba entre las lápidas.
Un sentimiento inquietante lo invadió, como si una sombra del pasado hubiera regresado para reclamar algo que había dejado atrás.
—¿Mateo? —preguntó Carla, notando su repentino silencio.
—No sé… esa figura, parece familiar —respondió él.
Carla, siempre preparada para cualquier situación, alzó la voz—. ¡Oye tú! ¿Eres un vivo o un muerto?
La figura se detuvo y giró lentamente.
Era Martín, un viejo amigo de Mateo que había desaparecido años atrás en un accidente.
El corazón de Mateo dio un vuelco al darse cuenta de que, aún en su disfraz de esqueleto, los ojos del amigo eran los mismos, llenos de vida y complicidad.
—¿Qué estás haciendo aquí, Martín? —exclamó Mateo, atónito.
—He venido a reclamar un momento de diversión —dijo Martín, riendo mientras se acercaba—. ¡En una noche como esta nadie debería estar triste!
Las risas de los ancianos reverberaron por el cementerio, y la atmósfera se tornó mágica.
Lo que comenzó como una fiesta insólita se transformó en una mágica convergencia de pasados y presentes, donde viejos amigos y nuevas caras se unían a la celebración de la vida, el amor y, por supuesto, las historias que conectaban todo.
Ésa fue la última fiesta de Halloween que Mateo y sus amigos celebrarían en el cementerio de San José de la Sierra, un evento lleno de risas, amigos perdidos y recuerdos vividos.
Al final de la noche, mientras todos brindaban y compartían historias, Mateo se dio cuenta de que esta celebración había sido no solo un homenaje a los que se habían ido, sino un recordatorio de que, al margen de la vida y la muerte, las memorias seguían vigentes.
Cuando la última calabaza se apagó y la luna comenzaba a ocultarse, Mateo guiñó un ojo a Carla y se dirigieron juntos a la salida del cementerio.
Sabían que, aunque la noche terminaba, la magia de esa velada seguiría con ellos por mucho tiempo.
Nunca fuimos realmente un grupo aterrador en un cementerio; en realidad, éramos un puñado de almas libremente conectadas por risas, historias y nostalgias.
Por eso, vale la pena celebrar nuestras vidas y mantener vivas las historias que nos han hecho ser quienes somos.
Moraleja del cuento «La última fiesta de Halloween en el cementerio»
La vida y la muerte no son dos extremos, sino un puente de recuerdos que se entrelazan; cada historia contada en voz alta nos une y nos recuerda que siempre hay algo que celebrar, incluso en la penumbra de la noche más oscura.
Abraham Cuentacuentos.