Cuento: La última fiesta de Halloween en el cementerio

En San José de la Sierra, la idea de celebrar Halloween en el cementerio parecía una locura, hasta que la noche cobró vida: Risas, luces de calabaza, viejos fantasmas. Descubre como la línea entre la vida y la muerte puede ser tan fina como una historia bien contada. Cuento para adultos y toda la familia.

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Revisado y mejorado el 29/10/2025

Casa antigua iluminada entre árboles otoñales y neblina en una escena de Halloween en acuarela.

La última fiesta de Halloween en el cementerio

La oscuridad lo cubría todo.

Era una de esas noches hondas, de cielo cerrado y aire espeso, donde hasta las estrellas parecían contener el aliento.

Las nubes, densas como humo antiguo, se movían lentas, gestando un hechizo que aguardaba su momento. Era Halloween.

En San José de la Sierra, un pueblo acostumbrado a mezclar el miedo con la risa, corría un rumor extraño: alguien quería celebrar la fiesta entre tumbas.

Nació en las cervecerías, entre bromas, pero la idea creció sola, como una chispa que prende un bosque seco.

Y el pueblo, curioso, se dejó arrastrar.

Mateo, con sus veintiocho años y una librería llena de polvo y secretos, observaba la calle por el escaparate.

Aquello le parecía una locura deliciosa.

Pasar la noche en un cementerio tenía algo de desafío y de poesía.

De peligro y de vida.

Fuera, el viento hacía danzar las hojas secas.

Dentro, el corazón de Mateo golpeaba despacio, como si midiera el pulso de la noche que estaba por empezar.

La anciana del frente, Doña Rosa, solía contar que, en noches así, los que se fueron encontraban el camino de vuelta.

Mateo sonrió recordando a su amiga Carla, que lo había advertido entre risas:

—Si te disfrazas de fantasma, nadie te creerá. —Le había dicho, acomodándose la capa blanca sobre los hombros—. Sé algo que no se ve, algo que se intuye.

—¿Y qué sería eso? —preguntó él.

—El libro que nadie se atrevió a abrir. —respondió, con un guiño que olía a reto.

Aquella frase le quedó rondando en la cabeza mientras se vestía de vampiro, un guiño al romanticismo oscuro que tanto le gustaba.

No sabía que, esa noche, el libro se abriría solo.

El cementerio resplandecía con luces de calabaza y faroles.

El aire olía a manzanas caramelizadas y a tierra húmeda.

Las lápidas brillaban bajo la luna como si esperaran a alguien.

Carla destacaba entre todos: su vestido blanco parecía flotar, y cada paso dejaba un rastro de luz.

—¡Vampiro! —gritó entre risas cuando lo vio llegar—. ¡Deja que las sombras te atrapen!

Mateo le siguió el juego con una reverencia exagerada.

Alrededor, los disfraces bailaban: brujas, esqueletos, fantasmas de papel… y un rumor de pasos viejos, como si el suelo recordara.

En medio de la música y el bullicio, unas voces distintas comenzaron a entonar una melodía antigua.

Venían del rincón más viejo del cementerio, junto a la tumba del alcalde.

Eran un grupo de ancianos, sentados alrededor de un farol, cantando una canción que parecía atravesar el tiempo.

Carla, curiosa, se acercó.

—¿Qué tal si los fantasmas cuentan sus propias historias? —susurró. Mateo no pudo evitar sonreír.

Ella levantó su copa y dijo en voz alta:

—¡Espíritus del cementerio, esta noche sois bienvenidos! Contadnos lo que la luna os hizo prometer.

Los ancianos rieron, contagiando al resto con su alegría.

Uno de ellos, don Emiliano, de barba gris y ojos de fuego, hizo un gesto para que se acercaran.

—Escuchad —dijo—. Os contaré la noche en que una estrella fugaz cambió mi destino.

Su voz temblaba, pero en ella había vida.

Habló de un amor que nació entre cartas y despedidas, de un beso que nunca llegó y de una promesa que se disolvió con el amanecer.

A medida que contaba, el aire parecía densificarse.

El fuego de las velas temblaba, y todos guardaron silencio.

El tiempo, por un instante, dejó de moverse.

Mateo sintió una vibración extraña, una emoción que no supo nombrar.

Las historias de aquellos viejos parecían más que recuerdos: eran puertas que se abrían hacia algo que seguía ahí, esperándolos.

La fiesta se volvió un mosaico de voces.

Cada historia traía consigo una chispa de vida, un eco que se mezclaba con las risas.

Carla, iluminada por la luna, contaba las suyas entre carcajadas y nostalgia.

Y Mateo, sin saber bien por qué, comenzó a hablar también.

De libros que nadie había leído, de promesas que nunca se rompieron del todo.

El cementerio, antes frío, se llenó de calor humano. Las almas —vivas o no— compartían la misma luz.

Fue entonces cuando Mateo sintió el escalofrío.

No de miedo, sino de presentimiento.

Giró la cabeza despacio.

Entre las lápidas, una figura con disfraz de esqueleto avanzaba sin prisa. Las velas titilaron.

—¿Mateo? —dijo Carla, notando su silencio.

Él no respondió.

Aquella figura… había algo en su forma de caminar, en su presencia. Un recuerdo.

El esqueleto se detuvo.

Giró lentamente, y el aire se congeló.

Era Martín.

Su amigo.

El que había desaparecido años atrás en un accidente que nadie entendió del todo.

Mateo dio un paso adelante, incrédulo.

—¿Martín…?

—He venido a reclamar una noche de alegría. —respondió el otro con una sonrisa luminosa—. En Halloween, hasta los muertos merecen reír.

Las carcajadas de los ancianos resonaron de nuevo.

Nadie pareció asustarse; al contrario, todos se acercaron, como si hubieran estado esperándolo.

Aquella fue la última fiesta de Halloween en el cementerio de San José de la Sierra.

Nadie la olvidó.

Algunos juran haber visto a Martín bailar con Carla, otros dicen que lo soñaron.

Mateo, por su parte, nunca contó lo que realmente vio.

Solo siguió visitando el cementerio cada otoño, con una calabaza encendida y un libro entre las manos.

Cuando la última vela se apagó y la luna comenzó a esconderse, Mateo y Carla caminaron juntos hacia la salida. No hablaron. No hacía falta.

Nunca fueron un grupo aterrador en un cementerio, sino un puñado de almas unidas por la risa, el amor y las historias que se niegan a morir.

Moraleja del cuento «La última fiesta de Halloween en el cementerio»

A veces, los fantasmas que regresan no buscan asustarnos, sino recordarnos quiénes fuimos.

La vida y la muerte se rozan en cada historia contada, y mientras haya alguien dispuesto a escuchar, ninguna despedida es definitiva.

Abraham Cuentacuentos.

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