La vuelta al mundo en 80 días

La vuelta al mundo en 80 días

La vuelta al mundo en 80 días

El sonido del tren alejándose de la estación resonaba en los oídos de Diego, un joven madrileño de veinticinco años, cuya pasión por los viajes había sido avivada por las historias de su abuelo, un marinero que había recorrido los mares del mundo. Diego, alto y de complexión atlética, con su cabello castaño constantemente despeinado por el viento y sus ojos verdes chispeantes de curiosidad, sentía que finalmente había encontrado su propósito: dar la vuelta al mundo en 80 días.

Diego no estaba solo en esta travesía. A su lado, con la misma mirada decidida, estaba Clara, su amiga de la infancia y compañera de aventuras. Clara, de pelo negro azabache y ojos oscuros como una noche sin luna, era una joven de treinta años, cuya intrepidez y espíritu aventurero la hacían el contrapeso perfecto para la seriedad y organización de Diego. Habían salido de Madrid con solo una maleta cada uno, dispuestos a conquistar el mundo.

Su primer destino fue París, una ciudad que, con su efervescencia e infinita belleza, los cautivó desde el primer momento. Pasearon por sus bulliciosas calles, recorriendo los Campos Elíseos al atardecer, impregnándose de la magía de la Torre Eiffel iluminada en la noche. Se encontraron en un pequeño café, donde conversaron con un anciano llamado Jean, un ex-explorador que compartió con ellos historias de tierras lejanas y tesoros ocultos.

La siguiente parada los llevó a Berlín, una ciudad cuyos contrastes históricos los llevaron a reflexionar. Mientras caminaban por el Muro de Berlín, Diego comentó: «Es impresionante cómo un muro que antes dividía ahora une a la gente.» Clara asintió, tomando una fotografía de los coloridos grafitis que abrazaban los restos del muro.

Desde allí, se aventuraron hacia Moscú, donde el imponente Kremlin y las cúpulas coloridas de la Catedral de San Basilio los recibieron con los brazos abiertos. Mientras exploraban el metro más profundo del mundo, conocieron a Sasha, un bailarín de ballet que les invitó a una función en el Teatro Bolshói. El espectáculo fue un torbellino de emociones, y Diego pensó en su abuelo, imaginando que también había disfrutado de tales maravillas en sus días de juventud.

El viaje los llevó al lejano oriente, a Tokio, donde el bullicio y tecnología se mezclaban con la serenidad de los templos. La ciudad nunca dormía, y paseando por el cruce de Shibuya, Clara exclamó: «Me siento como en una película de ciencia ficción.» Diego rió y la invitó a probar un ramen en un local escondido, recomendado por un amable vendedor de libros de segunda mano.

De allí, el dúo se dirigió al vibrante y colorido Río de Janeiro. Las playas soleadas y el ritmo de la samba permeaban el aire, y en las favelas encontraron historias de resistencia y alegría. Conocieron a María, una joven madre que, a pesar de las dificultades, enseñaba música a los niños del barrio, manteniendo viva la esperanza de un futuro mejor.

Desde Río, cruzaron el vasto Atlántico hacia Ciudad del Cabo, la joya al pie de la Montaña de la Mesa. Aquí, emprendieron un safari, maravillándose con la majestuosa fauna africana. En una noche estrellada alrededor de un fuego, compartieron historias con Kofi, un guía que les habló de la importancia de preservar la naturaleza y de la eterna lucha entre el hombre y el medio ambiente.

Su ruta los llevó de vuelta a Europa, a la romántica Venecia, donde los canales y las góndolas los hicieron perderse en un laberinto de aguas y puentes. En un atardecer dorado, Clara confiésó: «Diego, tal vez este viaje no sea solo una aventura externa, sino también un viaje hacia nuestro interior.» Diego, conmovido por sus palabras, supo que este periplo había profundizado su amistad más allá de lo imaginable.

El tiempo pasaba volando y su ruta los llevó a Nueva York, la ciudad que nunca duerme. Ascendieron al Empire State y contemplaron la estrella de luces que era la Gran Manzana. En una librería de Greenwich Village, conocieron a Sandra, una escritora que les habló de perseguir sus sueños sin importar los obstáculos. Inspirados por sus palabras, juraron llevar la esencia de cada lugar visitado en sus corazones.

El tramo final de su viaje los condujo de vuelta a casa, a través de Londres y luego a Madrid nuevamente. Habían recorrido paisajes, culturas y experiencias que les habían cambiado para siempre. A su regreso, el sol madrileño les dio una cálida bienvenida, y mientras caminaban por el Paseo del Prado, Diego dijo: «Quizá el mundo sea grande, pero cada rincón está conectado por las historias que vivimos.»

Clara sonrió y respondió: «Sí, y estas historias son las que nos enriquecen y nos dan la verdadera vuelta al mundo.»

Fue entonces que comprendieron que el destino no era simplemente recorrer el globo, sino redescubrir lo que realmente vale en la vida: las conexiones humanas, las experiencias compartidas y la infinita belleza de los lugares que visitamos.

Moraleja del cuento «La vuelta al mundo en 80 días»

Viajemos donde viajemos, llevemos siempre con nosotros la comprensión de que las verdaderas aventuras no solo están en los destinos lejanos, sino en el significado que les damos y en las personas que encontramos en el camino.

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