La vuelta al mundo en 80 días: : La Gran Aventura de Félix y Javier
Era el año 1872 y en la ciudad de Madrid vivía Félix Garrido, un hombre de costumbres tan precisas como un reloj suizo. Félix era de estatura media, delgado, de cabello oscuro y con unos penetrantes ojos verdes que siempre parecían mirar más allá de lo evidente.
Vestía siempre de forma impecable, con un traje gris y un sombrero de copa que le daba un aire de aristócrata, aunque no lo era.
Era reservado, casi frío, pero su intelecto y capacidad para resolver problemas complejos lo hacían destacar.
Un día, mientras tomaba su té en el café “El Retiro”, Félix, que era un apasionado de las lecturas sobre ciencia y viajes, oyó a unos caballeros discutiendo sobre un tema que despertó su curiosidad: la posibilidad de dar la vuelta al mundo en solo 80 días.
Uno de ellos, un hombre gordo y risueño llamado Mariano, afirmaba que era imposible. Félix, que rara vez participaba en conversaciones ajenas, no pudo contenerse.
—Disculpen, señores, pero no solo es posible, sino que estoy dispuesto a demostrarlo —dijo con su habitual tono calmado pero seguro.
Los caballeros lo miraron con asombro. Félix era conocido por su seriedad, y una declaración así solo podía generar dos reacciones: incredulidad o admiración.
—¿Y cómo piensa hacerlo, señor Garrido? —preguntó Mariano, burlón.
—Si logro hacerlo, todos ustedes me pagarán diez mil pesetas. Si no lo consigo, les pagaré yo la misma cantidad —dijo Félix, mirando a cada uno de ellos.
El murmullo se apoderó del café. Nadie esperaba una apuesta tan audaz, pero Félix estaba decidido. Con un plan meticulosamente elaborado en su mente, tenía la certeza de que lo conseguiría. La partida se fijó para el día siguiente.
Para este viaje necesitaba a alguien de confianza, y pensó en su fiel sirviente, Javier. Javier era un joven atlético, de carácter vivaz, siempre dispuesto a ayudar y con un humor que compensaba la seriedad de su amo. Tenía el cabello rizado, castaño y una sonrisa contagiosa.
Si bien nunca había salido de Madrid, su espíritu aventurero encajaba perfectamente en los planes de Félix.
—Javier, mañana partimos para dar la vuelta al mundo en 80 días —anunció Félix sin más preámbulos aquella noche.
Javier dejó caer la taza que estaba lavando.
—¿Perdón, señor? —respondió incrédulo, con los ojos abiertos como platos.
—Así es. Tú serás mi acompañante. Nos espera un largo viaje. Prepara solo lo necesario. Partimos al amanecer.
Javier, sin estar seguro de si su amo hablaba en serio, sonrió con entusiasmo. Era el tipo de desafío que nunca pensó vivir, pero ¿cómo negarse?
Al día siguiente, al amanecer, estaban listos.
La estación de tren de Atocha estaba abarrotada, pero Félix y Javier avanzaban con paso firme.
Su primera parada sería París, y desde allí iniciarían su increíble travesía que los llevaría por los cinco continentes.
Mientras el tren salía de la estación, los dos aventureros no podían imaginar lo que el destino les tenía reservado: desde tormentas en alta mar, hasta huidas en elefante, persecuciones por desiertos y encuentros inesperados con piratas, nada faltaría en esta vuelta al mundo.
Y así comenzaba su gran aventura…
El tren avanzaba con velocidad constante rumbo a París. Mientras tanto, Javier no podía evitar lanzar miradas furtivas al paisaje que se desplegaba a través de la ventana.
Nunca había salido de Madrid, y cada kilómetro lo llenaba de una mezcla de emoción y miedo. Félix, por su parte, parecía estar inmerso en sus pensamientos, revisando mentalmente los tiempos, rutas y conexiones necesarias para cumplir su hazaña.
—Señor Félix, ¿cuánto tiempo pasaremos en cada ciudad? —preguntó Javier rompiendo el silencio.
—El tiempo justo para cambiar de transporte o, en casos extremos, para resolver cualquier imprevisto. No podemos permitirnos retrasos —respondió sin levantar la vista de un pequeño mapa que tenía entre las manos.
—¿Y si encontramos alguna dificultad? —insistió Javier, con una sonrisa nerviosa.
—La superaremos. —Félix lo dijo con tal firmeza que Javier decidió no hacer más preguntas por el momento.
Llegaron a París sin contratiempos y, tras una breve estancia, tomaron el tren rumbo a Italia, para desde allí cruzar el Mediterráneo hacia Egipto.
El trayecto hasta Suez fue tranquilo, y Javier empezó a relajarse un poco, disfrutando del viaje. Pero justo cuando abordaban un barco que los llevaría a Bombay, sucedió el primer inconveniente: un hombre robusto y de aspecto sospechoso los detuvo en la entrada del puerto.
—Perdónenme, caballeros —dijo el hombre con una sonrisa astuta—, pero temo que no podrán embarcar sin este permiso especial.
Félix lo miró con frialdad.
—No necesito ningún permiso. Los billetes están en regla —respondió, mostrando los papeles.
El hombre los examinó lentamente, y luego sacudió la cabeza.
—Lamento informarle que sus documentos no son suficientes para este trayecto. Sin el sello del Ministerio de Comercio, no podrán partir.
Javier notó algo extraño en la mirada del hombre. Era como si estuviera intentando ganar tiempo a propósito. Félix, sin perder la compostura, acercó su rostro al del hombre.
—¿Cuánto quiere? —dijo con voz baja y directa.
El hombre sonrió abiertamente esta vez.
—Diez libras egipcias y el problema desaparece.
Félix, sin decir una palabra más, extrajo las monedas y se las entregó. Apenas el dinero cambió de manos, el hombre les permitió embarcar sin más preguntas. Mientras el barco se alejaba del puerto, Javier no pudo contenerse.
—¿Siempre pasa esto en los viajes, señor? —preguntó con una mezcla de asombro y diversión.
—No es algo que me sorprenda. Hay muchos intereses en juego cuando se trata de grandes apuestas —respondió Félix, mirando el horizonte.
—¿Cree que alguien podría estar intentando sabotear el viaje?
—No lo descarto —dijo Félix con calma, pero sus ojos reflejaban algo de preocupación por primera vez desde que partieron.
Tras varios días navegando, llegaron a Bombay. La ciudad era un bullicio de colores, aromas y voces. Javier estaba fascinado por los mercados llenos de especias, las vestimentas exóticas y el caótico tráfico de carruajes y animales.
Sin embargo, no tenían tiempo que perder. Apenas pisaron tierra, se dirigieron a la estación de tren para tomar un tren que los llevaría hasta Calcuta. Pero justo cuando todo parecía ir sobre ruedas, un nuevo problema surgió.
Al llegar a la estación, descubrieron que el tramo de vía que debía llevarlos a Calcuta aún no estaba terminado.
Félix, sin inmutarse, buscó inmediatamente una solución.
Tras unas horas de investigación, consiguió que los llevaran en un elefante hasta el próximo punto donde el tren podía continuar. Era una locura, pero era la única opción.
—¿Un elefante? ¿De verdad? —preguntó Javier, incrédulo mientras veía a la enorme bestia frente a ellos.
—No hay otra forma más rápida, y no podemos perder tiempo —respondió Félix, ya subiendo al enorme animal.
Durante tres días avanzaron por selvas y pequeñas aldeas, guiados por un guía local, un hombre de pocas palabras llamado Paspartú.
El trayecto fue más complicado de lo esperado, con lluvias torrenciales y terrenos difíciles que hicieron que Félix comenzara a preocuparse por el tiempo perdido. Pero el destino quiso que este desvío les trajera una sorpresa inesperada.
Una mañana, mientras avanzaban por un sendero estrecho, escucharon gritos.
Al acercarse descubrieron a una joven mujer, de rasgos indios y mirada asustada, que estaba siendo retenida por un grupo de hombres armados. Félix, sin pensarlo dos veces, ordenó al guía detenerse.
—No podemos involucrarnos —advirtió el guía—, esos hombres pertenecen a una peligrosa banda local.
Félix lo ignoró y, con la rapidez de un plan calculado, ideó una estrategia para rescatar a la joven sin levantar sospechas.
Al caer la noche, lograron liberarla y llevarla con ellos.
La joven, que se llamaba Aouda, explicó que había sido raptada por esos hombres que intentaban obligarla a casarse con su líder.
A pesar de las dificultades, Félix no pensaba dejarla atrás, así que la incorporaron al grupo, prometiéndole llevarla a un lugar seguro.
Con este inesperado giro en su viaje, continuaron su travesía. Ahora, el grupo era más grande, pero el reloj seguía avanzando.
Félix sabía que cada minuto contaba y que más aventuras, peligros y sorpresas estaban por llegar en su gran vuelta al mundo.
Con Aouda a salvo y sumándose al equipo, el viaje siguió adelante, pero las dificultades no cesaban.
Finalmente lograron llegar a Calcuta, donde tomaron un barco rumbo a Hong Kong.
A pesar de los retrasos en India, Félix seguía confiado en que podían recuperar el tiempo perdido.
Hong Kong era un lugar vibrante y caótico, con sus estrechas calles llenas de mercados, tiendas y puestos de comida.
Al llegar, Félix y Javier se dirigieron al puerto, dispuestos a abordar el barco que los llevaría a Yokohama, en Japón. Pero al llegar, descubrieron que el barco ya había zarpado, adelantándose debido a una tormenta que amenazaba con retrasar su salida.
—No puede ser… —murmuró Javier, alarmado.
Félix frunció el ceño, pero mantuvo la calma. No era su estilo perder la compostura, ni siquiera ante las dificultades más serias.
Rápidamente empezó a indagar sobre otros medios para cruzar el mar hasta Japón, y tras mucho buscar, encontraron a un viejo capitán de una pequeña goleta dispuesto a llevarlos.
—Mi barco es rápido, pero no puedo prometer que lleguemos antes de la tormenta —dijo el capitán, un marinero curtido con una barba espesa y ojos de lobo marino.
Félix, sin otra opción, aceptó el trato.
El viaje en la goleta resultó ser más peligroso de lo que esperaban.
El mar estaba agitado, y las olas golpeaban con furia la pequeña embarcación.
Javier, quien hasta ahora había mantenido el humor en las situaciones más complicadas, estaba pálido como un fantasma, aferrándose con fuerza a cualquier superficie.
—No pensé que me marearía tanto, señor Félix… —gimió Javier, mientras el barco se sacudía con violencia.
Félix, sin mostrar señal de nerviosismo, observaba el horizonte, vigilante.
Pasaron dos días de navegación intensa, con pocas horas de descanso y comida escasa.
Aouda, aunque agradecida por haber sido rescatada, no podía evitar preocuparse por el estado de su nuevo amigo Félix.
Lo veía pensativo, tal vez preocupado, aunque siempre intentaba que no se notara.
—¿Cree que llegaremos a tiempo, señor Garrido? —preguntó ella una noche, mientras el viento azotaba las velas del barco.
—Llegaremos —respondió él con serenidad—. Aunque el tiempo esté en nuestra contra, aún hay margen para corregir el rumbo.
Finalmente, tras una travesía llena de sobresaltos, alcanzaron las costas de Yokohama.
A pesar de los retrasos, la goleta había demostrado ser más rápida que la tormenta, y lograron recuperar parte del tiempo perdido.
En Japón, Félix decidió hacer una breve pausa para reabastecerse y planificar la siguiente etapa: el cruce del Océano Pacífico hasta San Francisco.
Mientras recorrían la bulliciosa ciudad de Yokohama, un nuevo obstáculo se presentó.
Félix y Javier estaban en el puerto, buscando el barco que los llevaría a América, cuando de repente se encontraron con una figura inesperada: el inspector Ortega, un antiguo enemigo de Félix, conocido por su obsesiva dedicación a capturar criminales internacionales.
—Señor Garrido… ¡qué sorpresa encontrarnos aquí! —dijo Ortega, con una sonrisa maliciosa. Su delgada figura y traje oscuro contrastaban con el ambiente festivo del puerto japonés.
Javier frunció el ceño. Sabía que Ortega nunca traía buenas noticias.
—Inspector Ortega —respondió Félix, manteniendo la compostura—. ¿Qué le trae por estos lares?
—Digamos que he recibido información interesante sobre cierto caballero español que está haciendo una apuesta insensata por el mundo —dijo Ortega, acercándose peligrosamente a Félix—. Algunos creen que podría estar relacionado con actividades ilegales en Europa… y yo estoy aquí para investigar.
Félix no se inmutó. Sabía que Ortega no tenía pruebas, pero también sabía que el inspector haría cualquier cosa para retrasarlo y sabotear su viaje.
—Inspector, me temo que su información es incorrecta. Solo soy un hombre viajando por el mundo —respondió con frialdad—. Pero si tiene algún problema legal, estaré encantado de solucionarlo al regreso.
Ortega sonrió con desprecio, sabiendo que Félix no podía perder tiempo en peleas legales.
—Quizá esta conversación deba continuar en la comisaría… —comenzó a decir, pero justo en ese momento, Aouda apareció junto a Javier, lo que distrajo al inspector.
—Tenemos que irnos —susurró Javier rápidamente.
Aprovechando la confusión, Félix y su grupo se escabulleron entre la multitud del puerto, subiendo apresuradamente al barco que los llevaría a San Francisco.
El inspector Ortega, atrapado en la marea de personas, no pudo detenerlos.
El barco zarpó, y aunque el peligro inmediato había pasado, Félix sabía que Ortega no se rendiría tan fácilmente.
La persecución probablemente continuaría en algún otro punto del viaje, pero por ahora, lo importante era seguir adelante.
Mientras cruzaban el vasto Océano Pacífico, Javier y Félix compartían impresiones sobre las aventuras que habían vivido hasta el momento.
—Este viaje está lleno de más imprevistos de los que imaginé, señor —dijo Javier, mirando el horizonte con una mezcla de agotamiento y emoción.
—Es parte de la aventura —respondió Félix—. Lo importante es no perder de vista el objetivo. Cada obstáculo es solo un pequeño desvío.
Las palabras de Félix tranquilizaron a Javier, aunque sabía que aún quedaba mucho camino por recorrer.
Cruzarían el mundo y enfrentarían desafíos, pero el reloj seguía avanzando, implacable.
El barco llegó finalmente a San Francisco, donde el grupo desembarcó con un leve retraso en sus planes.
América era una tierra de oportunidades, pero también de desafíos, y pronto lo descubrirían.
Las amplias calles de la ciudad estaban llenas de actividad, y los tranvías subían y bajaban por las colinas empinadas. Félix y Javier sabían que debían tomar el primer tren disponible que los llevara al este, hacia Nueva York, donde abordarían el barco que los cruzaría el Atlántico hasta Londres.
Pero, como era de esperar, las cosas no salieron tan fácil.
—Señor Félix, parece que la huelga de los obreros ferroviarios sigue en marcha —dijo Javier, al leer un periódico en una esquina de la ciudad.
—Eso nos retrasará más de lo que podemos permitirnos —respondió Félix, frunciendo el ceño. Aunque su rostro mostraba serenidad, la presión del reloj era evidente.
Intentaron buscar alternativas para salir de San Francisco, pero los trenes estaban paralizados. Tras horas de discusión, Félix tomó una decisión inusual.
—No podemos perder más tiempo —dijo—. Contrataremos un carruaje para cruzar el país por carretera. Nos llevará más tiempo, pero podemos recuperar terreno en las ciudades donde los trenes aún funcionen.
Javier, aunque sorprendido, se dispuso a encontrar un conductor dispuesto a aceptar el peligroso encargo de cruzar los vastos territorios americanos.
El conductor que encontraron era un hombre rudo y experimentado llamado Samuels, un ex explorador que conocía bien los caminos.
—Es un viaje largo, peligroso y lleno de bandidos —dijo Samuels, encendiendo su pipa—, pero si pagáis bien, os llevaré.
Félix no dudó. A pesar de las advertencias, el tiempo era lo único que le preocupaba.
Así, partieron a toda prisa, dejando atrás San Francisco y adentrándose en las planicies interminables que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
El camino por el oeste americano fue más arduo de lo esperado.
Pasaron por pueblos polvorientos, ríos anchos y llanuras desoladas.
Aouda, aunque inicialmente cautelosa, comenzó a disfrutar de la belleza salvaje del paisaje, mientras Javier intentaba mantenerse optimista, a pesar del calor abrasador y los largos días de viaje.
Una noche, mientras acampaban bajo las estrellas, un grupo de hombres armados apareció entre las sombras.
Eran bandidos que rondaban por la zona, y Samuels los reconoció al instante.
—No somos amigos de los viajeros por aquí —dijo el líder de los bandidos, un hombre de rostro cicatrizado que miraba con desdén a Félix y su grupo—. Vamos a hacer esto fácil: dejad vuestras pertenencias y no os pasará nada.
Javier se puso pálido, pero Félix, con su calma habitual, miró directamente al líder.
—No tenemos tiempo para esto —dijo con voz tranquila, pero firme—. Estamos en una misión urgente, y lo que necesitas es mucho menos valioso que lo que perderás si nos detienes.
El líder de los bandidos frunció el ceño, claramente desconcertado por la audacia de Félix. Pero antes de que pudiera responder, un fuerte silbido rompió el aire, y Samuels disparó su revólver al cielo.
—Si queréis problemas, os los daremos —dijo el conductor, con una mueca peligrosa—. Pero no vais a salir ilesos de esto.
Los bandidos vacilaron por un momento, evaluando la situación, hasta que finalmente decidieron retirarse, sabiendo que el enfrentamiento no valía la pena.
—Tienes suerte de que estemos de buen humor esta noche —gruñó el líder antes de desaparecer en la oscuridad.
—Eso ha estado cerca… —murmuró Javier, soltando un suspiro de alivio mientras el grupo se preparaba para continuar.
Los días siguientes fueron igual de duros, pero lograron llegar a Chicago, donde finalmente tomaron un tren hacia Nueva York.
El trayecto ferroviario fue una oportunidad para recuperarse de los días de tensión, aunque el tiempo perdido seguía pesando sobre Félix.
Al llegar a Nueva York, corrieron al puerto para abordar el barco que los llevaría de vuelta a Europa.
Pero justo cuando creían que todo estaba bajo control, una tormenta sobre el Atlántico obligó al capitán a cambiar de rumbo, desviándolos hacia Irlanda en lugar de Inglaterra.
Félix sabía que cada minuto contaba, pero también sabía que no podía controlar las fuerzas de la naturaleza.
A pesar de las circunstancias, lograron desembarcar en la costa irlandesa y tomaron un tren hacia Dublín, desde donde cruzaron el mar en un ferry hasta Liverpool. Estaban cerca, pero la presión del tiempo se sentía como nunca antes.
El último tramo de su aventura los llevó en tren hacia Londres.
Félix miraba el reloj constantemente, calculando cada minuto con precisión.
A medida que se acercaban, el silencio en el vagón se hizo palpable.
Javier apenas podía contener la ansiedad, y Aouda, quien se había convertido en una compañera invaluable, observaba con una mezcla de nerviosismo y esperanza.
Finalmente, el tren llegó a la estación de Londres.
Sin perder un segundo, Félix y su grupo se dirigieron al Reform Club, donde la apuesta había comenzado. La ciudad estaba tranquila, como si no fuera consciente de la gran hazaña que se estaba por consumar.
Cuando Félix entró al club, el reloj marcaba justo las seis de la tarde, el plazo límite. Los caballeros que habían hecho la apuesta con él lo miraban boquiabiertos.
—¡Lo lograste, Garrido! —exclamó Mariano, el hombre que había iniciado la apuesta con una sonrisa incrédula—. ¡Has ganado!
Félix, imperturbable como siempre, sonrió levemente. Había completado la vuelta al mundo en 80 días.
Moraleja del cuento «La vuelta al mundo en 80 días»
A veces, los desafíos más grandes no están en las dificultades del camino, sino en la constancia, la determinación y la capacidad para mantener la calma en las situaciones más difíciles.
El verdadero éxito no es solo llegar a la meta, sino hacerlo con la convicción de que cada obstáculo es una oportunidad para aprender y crecer.
Abraham Cuentacuentos.
Abraham Cuentacuentos.