Cuento: Los 3 pollitos que querían tocar hip hop

No todos los pollitos nacen solo para picotear maíz y esconderse del gato. Algunos nacen con ritmo en las patas, versos en la cabeza y un sueño que les cabe justo debajo de las alas: ¡Ser músicos! Y vaya si lo lograron. Una historia que mezcla ternura y ritmo. Ideal de 6 a 12 años.

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Revisado y mejorado el 19/06/2025

Dibujo de unos pollitos tocando hip hop en una granja para el cuento: Los 3 pollitos que querían tocar hip hop.

Los 3 pollitos que querían tocar hip hop

En un corral cualquiera, de esos que huelen a tierra mojada y maíz tostado, vivían tres pollitos que no se parecían en nada a los demás.

Les decían Pic, Pac y Poc.

Nadie recordaba quién fue el primero en salir del cascarón, pero sí que los tres nacieron con una energía que no se podía contener ni con los brazos del granjero.

Eran inquietos, curiosos, y tenían una forma extraña de mover las patas al caminar: como si siempre estuvieran marcando un ritmo invisible.

De día, se comportaban según lo que todos los pollitos hacen: correteaban, picoteaban por aquí y por allá, se escondían del gato y se asoleaban en fila sobre la piedra grande.

Pero de noche, ay… por las noches se transformaban.

Cuando el gallo ya había dado las buenas noches y los grillos comenzaban su serenata, los tres pollitos se escapaban del corral sin hacer ruido.

Tenían su escondite favorito: debajo del viejo carro abandonado cerca del granero.

Ahí empezaba el show.

Pic daba el ritmo.

Con sus patitas golpeaba la madera como si fueran tambores.

Pac se paraba sobre una caja de naranjas y comenzaba a rapear.

Hablaba de lo que vivían, de lo que soñaban, de lo que sentían.

Y Poc… Poc tenía talento para la percusión.

Con dos tapas de olla que había robado del gallinero, hacía magia.

Eran tan buenos, tan sincronizados, que hasta los ratones se quedaban a escucharlos.

Y si una luciérnaga pasaba volando cerca, permanecía un rato, flotando, como si esa música invisible también la envolviera.

Una noche, alguien más los oyó.

Se llamaba Duke.

Era un sabueso viejo, de orejas largas y mirada triste.

Llevaba años en la granja, pero nunca se había fijado demasiado en los pollitos.

Hasta esa noche.

—¿Quién está haciendo ese escándalo tan sabroso? —gruñó, pero sin enojo.

Cuando se acercó y los vio, algo se le movió en el pecho.

No supo si fue nostalgia o esperanza, solo se sentó en silencio a mirar.

Desde entonces, no se perdió ni un ensayo.

Les contó que cuando era joven había acompañado a músicos humanos por todo el país.

Que tuvo que dormir bajo escenarios, viajado en trenes, alimentado de sobra y también pasado hambre.

Pero lo que más le había gustado de esa vida era ver cómo una canción podía cambiarle la cara a alguien.

—Ustedes tienen eso —les dijo—. Y yo sé cómo ayudarles a llevarlo más lejos.

Al principio, los 3 pollitos pensaron que bromeaba.

Pero cuando Duke les armó un micrófono con una caña y una media vieja, se dieron cuenta de que iba en serio.

Desde entonces, cada noche era ensayo.

Duke los ayudaba a mejorar las letras, a cuidar la voz, a entender los silencios y los tiempos.

Y ellos crecían… no de tamaño (seguían siendo pequeñitos), pero sí de alma.

El rumor no tardó en extenderse.

Empezó con la cabra, luego los cerdos, después los patos.

Pronto, toda la granja hablaba de los tres pollitos que hacían hip hop.

Un día, llegó una carta: Los invitaron a cantar en la feria del condado.

Cuando se la leyeron, Pic se quedó sin palabras, Pac se le cayó el pico abierto, y Poc soltó una carcajada nerviosa que retumbó hasta en el gallinero.

—¿Vamos a cantar… en un escenario de verdad?

—Sí —respondió Duke—. Pero no por ser famosos, sino porque tienen algo que decir. Y hay gente que necesita escucharlo.

Y así empezó una aventura que no solo los llevaría a lugares nuevos, sino que también transformaría el corral para siempre.

El día de la feria del condado amaneció con cielo despejado y olor a algodón de azúcar.

Duke preparó todo: un pequeño escenario, el set de tapas de Poc, el micrófono artesanal de Pic y un espacio mágico para Pac, que llevaba semanas afinando una letra nueva, escrita en especial para ese día.

Cuando los 3 pollitos subieron al escenario, hubo un segundo de silencio.

El público los miró, curioso. Nadie esperaba que esos tres cuerpecitos esponjosos hicieran otra cosa que piar.

Pero cuando empezó la base, y Pic marcó el ritmo con sus patas, el silencio se volvió asombro. Luego, aplauso.

Después, puro movimiento.

Cantaron sobre el campo, tener sueños aunque parezcas pequeño, ser diferente sin miedo.

Y lo hicieron sin gritar, sin presumir. Solo con verdad.

La gente no paró de aplaudir.

Esa noche, de regreso al corral, los pollitos se quedaron en silencio, sentados junto al pozo.

—¿Viste cómo se movían? —preguntó Pac.

—Sí —dijo Pic—. Pero no bailaban por nosotros. Lo hacían porque se reconocieron en lo que cantamos.

Desde ese día, no pararon.

Vinieron más ferias, más escenarios, más pueblos.

En cada sitio, Duke les conseguía un espacio para tocar y ellos hacían que la gente sintiera algo.

Porque lo importante no era que los conocieran, sino que cada persona saliera de sus conciertos un poco más valiente.

Con el tiempo, al regresar a casa, notaron algo distinto en el corral.

La vaca Molly practicaba el violín con una rama y cuerdas de tender.

Los patos habían formado una banda de jazz con cubetas y cañas huecas.

Hasta las ovejas tejían mientras tarareaban.

Los tres pollitos habían encendido algo.

Fue entonces cuando Pic, siempre pensando más allá, propuso una locura:

—¿Y si hacemos un festival aquí? No solo para cantar nosotros sino que todos puedan mostrar lo que saben hacer.

Y lo hicieron.

El primer Festival del Corral fue modesto pero mágico.

Las gallinas prepararon empanadas. Los conejos organizaron juegos para los más chicos.

Los caballos ofrecieron paseos.

Y en el escenario improvisado, todo aquel que quisiera podía subir a mostrar su arte.

Desde entonces, el festival se repitió cada año.

Y creció.

Vinieron visitantes de otras granjas, pueblos e incluso ciudades.

Algunos llegaban solo a ver a los tres pollitos, pero se quedaban por todo lo demás.

Y como pasa con las buenas historias, un día los tres se sentaron bajo el roble viejo y sintieron que una etapa había llegado a su final.

—No deseo dejar de hacer música —dijo Pac—, pero quiero que otros también encuentren su voz.

Entonces surgió una nueva idea.

Por cada concierto que habían dado, plantarían un árbol.

Así nació el Bosque de la Armonía.

Cada árbol tenía una pequeña placa con un código que te llevaba a una canción o a una rima.

Un bosque que cantaba sin necesidad de parlantes.

En el décimo festival, anunciaron su retiro.

No como despedida, sino como un paso para acompañar a otros desde otro lugar.

Esa noche, mientras cantaban su última canción, empezó a llover.

No una tormenta, no. Una llovizna suave, que acariciaba más que mojaba.

Y justo cuando sonó el último verso, algo mágico pasó: los árboles del bosque comenzaron a brillar.

Cada uno, una luz tenue, pulsando al ritmo de la música.

Un efecto preparado en secreto por Pic, el más curioso con la tecnología.

Fue como si el bosque mismo aplaudiera.

Desde entonces, cada festival ha sido dirigido por nuevos artistas.

Los animales más jóvenes, aquellos que aprendieron viendo, ahora enseñan a otros.

Y el corral ya no es solo un lugar donde se vive: es un lugar donde se sueña.

Y si un día visitas ese bosque y prestás atención, vas a notar algo:

en el susurro del viento,

entre hoja y hoja,

late todavía el ritmo de los tres pollitos que un día se atrevieron a cantar lo que llevaban dentro.

Moraleja del cuento «Los 3 pollitos que querían tocar hip hop»

Este cuento nos muestra que no importa de dónde vienes, sino las ganas que tienes de cantar (o cacarear) tus sueños a todo volumen.

Y que es bueno seguir tus propias pasiones, siempre recordando que la clave está en mantenerse unidos con los demás y ser fieles a uno mismo.

Abraham Cuentacuentos.

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Espero que estés disfrutando de mis cuentos.