Los lentes mágicos de Santa y su viaje místico
En la aldea de Vilenk, cubierta por un blanco y espeso manto de nieve, todo irradiaba la magia de la Navidad.
Los techos de las casas destellaban con la luz de las estrellas, mientras el humo de las chimeneas danzaba en armoniosa sinfonía con el viento gélido.
Santa Claus, aquel hombre orondo de mejillas sonrosadas y risa contagiosa, se encontraba, como era tradición, preparando los regalos en su taller.
Mas aquel año, Santa tenía un asunto pendiente: sus lentes, que no eran unos lentes cualesquiera, habían perdido su magia.
Aquellos anteojos de fina montura dorada y cristales tan claros como la verdad, concedían a Santa la habilidad de ver lo invisible al ojo común: el corazón puro de los niños.
«Nicholas», dijo con cierta preocupación la Señora Claus, acercándose a su marido con una bandeja de galletas de jengibre, «no puedes repartir regalos si no distingues lo que los niños en verdad desean».
Santa asintió, sumido ya en sus cavilaciones.
Era menester hallar una solución antes de la Nochebuena.
Decidido, Santa convocó a una asamblea. Los elfos, con sus pisadas tan ligeras como sus corazones y sus ojos chispeantes de expectativa, se reunieron a su alrededor, junto a los renos, quienes mostraban una curiosidad no menos viva.
«Queridos amigos», empezó Santa con voz grave, «necesitaré de vuestro ingenio y entusiasmo; los lentes han perdido su magia y sin ellos, la Navidad podría no ser tan especial este año».
El primero en dar un paso adelante fue el elfo Elerin, cuyos dedos ágiles y mente despierta eran conocidos en todo el Polo Norte.
«Maestro Claus», propuso, «quizás una aventura en busca de la Flor de Hielo, que según las leyendas, posee el poder de restaurar la magia, sea la solución».
Los ojos de Santa chispearon con la misma luz de los copos de nieve bajo la luna. «Una aventura, sí. Partiremos al alba», dijo con renovado vigor.
Y así, al despuntar el día, con los primeros destellos del sol tintineando sobre las colinas níveas, Santa, junto a Elerin y un grupo de leales acompañantes, inició su travesía atravesando bosques de abetos y praderas cristalinas, hasta llegar a las montañas que tocaban el cielo con sus picos plateados.
Las adversidades no tardaron en presentarse.
Una tormenta feroz se cernió sobre ellos, con vientos que parecían querer arrastrar con ellos los mismos fundamentos de la tierra.
No obstante, bajo la guía de Santa, y con la fuerza de voluntad que los caracterizaba, consiguieron refugiarse en una cueva repleta de estalactitas relucientes, como si un tesoro se hubiese fusionado con la roca.
«Jamás había contemplado tal maravilla», susurró uno de los elfos, con voz que se perdía entre el retumbe del viento allá afuera. Todos sabían que la verdadera maravilla sería hallar la Flor de Hielo.
Fueron días de búsqueda incansable, en los cuales la fe se puso a prueba.
La Flor de Hielo se mostraba tan esquiva como las leyendas susurraban.
Fue entonces, al borde del desaliento, cuando sucedió el milagro.
Una luz, tenue al principio, pero de una belleza indescriptible, brotó desde un claro delimitado por cristales de hielo.
La flor estaba allí, emanando un resplandor inmaculado y purificador.
Con manos temblorosas pero llenas de un cuidado reverente, Santa extrajo la flor de su lecho gélido.
Ante la sorpresa de todos, al contacto con Santa, los pétalos de la flor emitieron destellos multicolores, envolviendo los lentes que pendían de su cuello.
Un instante después, el mundo alrededor se llenó de una claridad desconocida: Santa podía ver nuevamente el corazón de los niños, incluso ajustando su visión al fondo de las almas de sus acompañantes, descubriendo valentías ocultas y bondades inesperadas.
El regreso a Vilenk fue una comparsa de júbilo.
La Señora Claus, al ver entrar a su marido al taller con los lentes centelleantes, no pudo contener las lágrimas de alegría. «¡Has retornado justo a tiempo!», exclamó.
Con el corazón henchido de gratitud, Santa se dispuso a preparar su trineo.
Aquella noche, cuando las estrellas se tejieron sobre el negro terciopelo del cielo, Santa emprendió su viaje anual, repartiendo no solo regalos, sino también esperanza, ilusión y cariño.
Cada niño recibió no solo lo que había pedido, sino lo que realmente necesitaba, gracias a los lentes mágicos de Santa, que esta vez, parecían tener una luz aún más radiante que antes.
Así transcurrió la Nochebuena más memorable de Vilenk, donde cada fuego de chimenea palpitaba con mayor intensidad, cada abrazo se prolongaba un segundo más y el espíritu navideño se entrelazaba con los corazones de todos, como las guirnaldas que adornan los abetos, recordándoles que lo invisible a los ojos suele ser aquello que realmente importa.
Moraleja del cuento Los lentes mágicos de Santa
Y es que, queridos lectores, la historia nos recuerda que la verdadera magia de la Navidad no reside en los regalos materiales, ni en la opulencia de nuestros banquetes.
Reside en la compasión, en la fe y en los pequeños actos de bondad que nacen del corazón y que, a menudo, solo pueden ser vistos con los lentes de la empatía y el amor verdadero.
Abraham Cuentacuentos.