Lucas y el reino mágico
“El día que Lucas desapareció, nadie supo si se había perdido en el bosque o en sus propios pensamientos.”
Lucas tenía nueve años, el pelo castaño siempre algo alborotado y unos ojos color avellana que no sabían estarse quietos.
Era el tipo de niño que hacía preguntas incómodas a los adultos y se quedaba mirando el cielo como si esperase respuestas escritas entre las nubes.
Vivía con su abuela Enriqueta en un pueblo diminuto donde todos se conocían por su apodo y las farolas aún temblaban cuando soplaba fuerte el viento.
Enriqueta era una mujer práctica, de manos firmes y corazón enorme, aunque cada vez que Lucas hablaba de dragones invisibles o escaleras que llevaban a otros mundos, solo chasqueaba la lengua y murmuraba: “Demasiada imaginación para tan poco suelo”.
El claro y el libro sin nombre
El bosque que rodeaba el pueblo era espeso, húmedo y tenía un silencio que parecía respirar.
A nadie le gustaba adentrarse mucho, salvo a Lucas.
En especial le gustaba un claro escondido, donde el musgo formaba una alfombra suave y un árbol enorme, inclinado como si escuchase la tierra, vigilaba el lugar.
Fue allí donde, una tarde de otoño, Lucas encontró el libro.
No estaba enterrado ni cubierto de polvo.
Estaba colocado con cuidado sobre una roca plana, con tapas de cuero oscuro y un símbolo que cambiaba según desde dónde se lo mirase.
El niño dudó un instante.
No tenía título.
No tenía autor.
Solo una primera página con letras doradas y pequeñas que decían:
“No abras este libro si aún no estás preparado para olvidar lo que creías real.”
Lucas, claro está, lo abrió.
Y en cuanto sus dedos rozaron las palabras, el mundo se plegó sobre sí mismo con un crujido suave, como si alguien hubiese girado una llave invisible.
Cuando despertó, no estaba en el claro.
Ni siquiera en el bosque.
Estaba en un mundo donde el cielo tenía dos lunas, los árboles eran de cristal y el aire olía a violetas y madera quemada.
El suelo bajo sus pies era de hierba azul y sobre su cabeza flotaban peces luminosos como globos.

Y entonces la vio.
Una figura pequeña, flotando a pocos palmos del suelo, con alas hechas de luz líquida y ojos que parecían contener noches enteras.
—¡Por fin llegas, Lucas! —dijo con voz de campana y sonrisa pícara—. Me llamo Aurora, y tú… tú tienes mucho que aprender antes de volver.
Lucas parpadeó.
—¿Volver? ¿Volver de dónde?
Aurora y el Reino de los Colores Perdidos
Aurora señaló el horizonte, donde una sombra enorme y temblorosa cubría las montañas lejanas como una mancha de tinta.
—Del Reino de la Magia, por supuesto. Pero antes tendrás que enfrentarte a él. Y no hablo solo del mago.
Lucas tragó saliva.
No era un juego.
Y eso, curiosamente, le hizo sonreír.
Lucas no sabía muy bien si soñar despierto había sido siempre una preparación para ese momento, o si todo aquello era simplemente el mejor sueño de su vida.
Aurora, sin perder tiempo, lo llevó por senderos que parecían flotar sobre el vacío, entre colinas cubiertas de nubes y puentes hechos de telarañas doradas.
El Reino de la Magia era hermoso, pero no sereno.
Se sentía… incompleto.
Como un cuadro al que le han robado los colores justos antes de firmarlo.
Aurora le explicó lo esencial mientras volaban sobre un río de tinta:
—Un mago llamado Drunel ha robado los colores del reino. No solo los pigmentos: los sonidos, los sabores, las emociones también han perdido matices. Nadie ríe con ganas. Nadie llora con fuerza. La magia se desvanece sin los colores del alma.
—¿Y por qué yo? —preguntó Lucas, aferrado a su capa para que el viento no lo hiciera girar como una cometa.
Aurora le miró con seriedad.
—Porque tú aún crees. Y porque el libro te eligió a ti.
Su primera parada fue el Bosque de los Susurros, donde los árboles hablaban si uno se atrevía a callarse lo suficiente.
Allí, bajo la guía de un búho sin ojos que veía el pasado, encontraron el mapa hacia la Piedra de los Deseos, el único objeto con poder suficiente para enfrentarse a Drunel.
Pero no podían tomarla así como así.
El mapa advertía:
“La piedra obedece solo a quienes han enfrentado su propio miedo.”
Caminaron durante días —o quizá sueños— hasta llegar a la Cueva de los Ecos, un lugar donde todo lo que uno pensaba se oía en voz alta.
La Cueva de los Ecos y los miedos que hablan
Aurora caminó primero, firme y sin dudar. Lucas, en cambio, al pisar la entrada, escuchó su voz replicarse en todas direcciones:
“No soy suficiente. No soy valiente. No sé hacer magia. Solo soy un niño.”
Cada frase reverberaba como una ola que no cesaba. Intentó taparse los oídos, pero la voz venía de dentro.
—¡Lucas! —gritó Aurora desde dentro—. ¡Tienes que hablar tú más fuerte que tu miedo!
El niño se obligó a pensar, a recordar… Su abuela, su claro del bosque, las historias inventadas para dormirse. Cerró los ojos, y gritó con todas sus fuerzas:
—¡SOY REAL! ¡Y LA MAGIA TAMBIÉN!
Entonces, el eco cesó.
Una luz azul surgió del centro de la cueva, y ante ellos apareció la Piedra de los Deseos.
No era una gema brillante ni un diamante perfecto.
Era un fragmento de espejo que reflejaba no el rostro, sino la parte de uno que aún espera.
Al tocarla, Lucas sintió que algo dormido en su pecho se despertaba.
Era como si toda la tristeza, el amor, el miedo, el coraje… todo lo que era él mismo, le envolviera de golpe.
Aurora también brilló, como si al compartir la Piedra, sus magias se entrelazaran.
Juntos, volaron hacia la Torre del Mago.
Drunel no era como Lucas lo había imaginado.
No tenía capa negra ni risa malvada.
Era un hombre viejo, con rostro cansado y ojos apagados.
—¿Qué vienes a buscar, niño? —dijo, sin moverse.
—No he venido a buscar. He venido a devolver.
Y al decir eso, Lucas colocó la Piedra frente al mago.
Pero no se la ofreció.
La sostuvo con firmeza, mirándole a los ojos.
—Te has olvidado de cómo se siente vivir con los colores.
Algo cambió entonces.
El silencio se quebró como hielo.
Drunel no gritó ni se defendió.
Solo cayó de rodillas, como si de pronto recordara algo que había olvidado durante siglos.
Aurora cerró los ojos.
La Piedra comenzó a girar lentamente sobre sí misma.
Y desde ella, brotaron colores que no tenían nombre.
Rojos que olían a canela.
Azules que sonaban como violines lejanos.
Verdes que hacían cosquillas en la nuca.
El Reino volvió a respirar.
El mago sin sombra y la magia olvidada
El cambio fue casi imperceptible al principio.
Una brisa con aroma a cítricos, una flor que se atrevía a abrir los pétalos, una risa lejana que no parecía forzada.
Luego fue imparable: el Reino entero recuperó sus colores, y con ellos, su latido.
Drunel, que ya no parecía un villano sino un hombre profundamente cansado, se deshizo en silencio.
No murió.
Se desdibujó, como si ya no perteneciera a un mundo donde la magia volvía a latir con fuerza.
Dejó atrás un bastón torcido y una túnica vacía que olía a lluvia.
—¿Y ahora? —preguntó Lucas, mientras observaba los peces voladores danzar entre las lunas.
Aurora sonrió con ternura.
—Ahora vuelves. Aunque no de la forma en que crees.
Le condujo de vuelta al punto donde todo había comenzado, aunque Lucas ya no lo reconocía.
El suelo ya no era hierba azul, sino tierra húmeda.
El cielo, de un gris familiar.
El claro del bosque.
—¿Volveré a verte? —susurró Lucas.
—Tú decides. Yo solo existo cuando me recuerdas —dijo Aurora, guiñándole un ojo antes de desvanecerse en una espiral de luz.
Lucas abrió los ojos y estaba en su claro de siempre, con el libro en las manos.
Pero había algo distinto.
La roca donde encontró el libro ahora tenía una inscripción tallada:
“Todo lo que vivas con el corazón, es real.”
El regreso que nunca fue del todo
Caminó de vuelta a casa.
Su abuela le esperaba con el ceño fruncido y la cena fría.
—¿Dónde estabas, niño?
Lucas se encogió de hombros y sonrió.
—Perdido. Pero ya he vuelto.
Esa noche, antes de dormirse, abrió el libro de nuevo.
Las páginas estaban en blanco.
Pero al rozarlas con los dedos, aparecieron líneas doradas, dibujos, sonidos que solo él podía oír.
Y fue entonces, tumbado en su cama, cuando comprendió el significado de aquella frase que lo había acompañado desde el principio:
“El día que Lucas desapareció, nadie supo si se había perdido en el bosque o en sus propios pensamientos.”
La verdad, pensó Lucas, es que fue ambas cosas.
Y ambas lo salvaron.
Moraleja del cuento «Lucas y el reino mágico»
A veces, la única forma de encontrarse a uno mismo es perderse donde nadie más se atreve a mirar: dentro de tu propia imaginación.
Recuerda que siempre podemos encontrar la magia en los lugares más inesperados, solo necesitamos abrir nuestros corazones y dejarnos llevar.
Abraham Cuentacuentos.