Serenatas bajo balcones reales que arrullan el alma y conquistan corazones
En un reino muy lejano, donde los arcoíris tocaban el mar y los árboles susurraban secretos centenarios, vivía una princesa llamada Elara.
Su piel era tan suave como los pétalos de las azucenas y su cabello caía en cascadas doradas que captaban la luz del sol al atardecer.
Era conocida no solo por su belleza, sino también por su ingenio y bondad que inundaba los rincones del castillo como una melodía dulce y tranquila.
La princesa Elara vivía en un castillo adornado con torres de mármol y largos balcones desde los que podía contemplar los vastos jardines del reino.
Cada noche, desde la seguridad y el resguardo de su balcón, escuchaba el canto de los ruiseñores y se dejaba arrullar por el sonido del viento danzando entre las hojas.
Pero no todo era paz en aquel reino.
La tranquilidad del lugar se vió opacada cuando el malvado hechicero Zephyrus, cuyo corazón ardía en celos y venganza, lanzó un encantamiento sobre Elara: cada vez que diera paso al mundo de los sueños, su ser se desvanecía gradualmente, atrapándola en un lecho de pesadillas del que solo podría despertar con el canto del amor verdadero.
Una noche, mientras Elara se despedía de la luna, su voz titubeó y sus ojos se llenaron de sueño.
Con cada parpadeo, su figura se tornaba más etérea, y un velo de somnolencia la envolvió por completo.
Los sirvientes del castillo corrieron en busca de ayuda, mientras la niebla de un sueño interminable se cernía sobre Elara.
La noticia del maleficio corrió como reguero de pólvora a través de los reinos vecinos, llegando a los oídos del joven príncipe Elyan, cuyo corazón era tan puro como las aguas cristalinas de su manantial favorito.
Intrépido y decidido, montó su corcel alado y sobrevoló montañas y valles hasta llegar a las puertas del reino de Elara.
«Déjame pasar, por favor. He venido a romper el maleficio que oprime el alma de la princesa», rogó Elyan a los guardias, mostrándoles su lira, que brillaba con un aura sobrenatural.
Los guardias, reconociendo la nobleza en sus ojos, asintieron y abrieron paso al príncipe.
Elyan ascendió las escaleras del castillo con su lira en mano, encontrando a Elara en su lecho, más parecida a un sueño que a una persona real.
Con delicadeza, comenzó a tocar una melodía tan pura y emotiva que las estrellas parecían escuchar en silencio.
Las notas flotaban por el aire, buscando el oído de la princesa sumida en sueños.
«Oh, dulce Elara, despierta de tu letargo; que mi música sea el faro que guíe tu alma a la orilla de la realidad», susurró Elyan mientras su canto se elevaba como una oración hacia los cielos despejados y estrellados.
Con cada acorde, la esencia de Elara se hacía más palpable.
Su piel adquiría color y su pecho se elevaba al ritmo de una respiración pausada.
Los sirvientes y súbditos que, desde lejos, atisbaban la escena, contenían el aliento, esperando el milagro.
La luna, testigo de la serenata, prestó sus rayos como manto de esperanza y poco a poco, Elara empezó a moverse; sus párpados, antes sellados, revelaron dos esmeraldas líquidas que miraron directamente al príncipe, cuya voz se quebró ante la maravilla de sus ojos.
«Elyan… ¿Eres tú quien ha roto las cadenas de mi cautiverio onírico?», preguntó Elara con una voz teñida de asombro y gratitud.
«Sí, mi princesa. He cruzado la penumbra de la noche para traerte de vuelta a la tierra de los despiertos», respondió él con un amor que traspasaba cualquier encantamiento.
Lentamente, la armonía entre ellos se tejió con hilos dorados de afecto y reconocimiento.
Las palabras no eran necesarias cuando sus almas hablaban el lenguaje de la esperanza y el consuelo.
El malvado Zephyrus, al ver el poder del amor verdadero, comprendió que no habría oscuridad capaz de opacar una luz tan potente.
Elara, fortalecida por la música y el afecto de Elyan, se levantó de su lecho y extendió su mano hacia él, sellando un lazo eterno e indestructible entre sus corazones.
El reino entero celebró la victoria sobre el maleficio y los dos jóvenes prometieron cuidar uno al otro con la misma devoción con la que se habían curado mutuamente.
La princesa Elara y el príncipe Elyan compartían ahora no solo el destino de sus almas, sino también la armonía de sus tierras.
Unidos, traían serenidad y prosperidad, forjando una época dorada en la que la música de Elyan podía oírse cada atardecer, fusionándose con el dulce perfume de las flores y el suave murmullo de las hojas.
Pasaron los años y cada noche, antes de sumergirse en el mundo de los sueños, Elara escuchaba desde su balcón las melodías de Elyan, recordando el encantamiento quebrado y la fuerza de una canción nacida del corazón más leal y amoroso.
Así, en cada nota, en cada acorde, sus almas bailaban un vals etéreo que prometía protegerlos de cualquier nueva maldición.
El reino era un tapiz de historias enredadas, de destinos entrelazados por el hilo del amor y la valentía. Princesas y príncipes, hechiceros y héroes, todos ellos hilvanados en leyendas que, noche tras noche, tejían el sueño de aquellos que se dejaban llevar por la magia de sus cuentos.
Y así, entre risas y caricias, entre el canto de los pájaros y el susurro de las hojas, Elara y Elyan vivieron días repletos de luz y noches tranquilas, demostrando que ni el más oscuro de los hechizos podría jamás apagar el fuego de un amor puro y sincero.
Moraleja del cuento «Serenatas bajo balcones reales que arrullan el alma y conquistan corazones»
Que el amor verdadero es una melodía que puede romper las cadenas del sufrimiento, que la bondad y la belleza interior son tesoros impenetrables ante la oscuridad, y que incluso en las noches más sombrías, una canción de esperanza puede despertar las almas dormidas y vencer a la adversidad.
Abraham Cuentacuentos.