Susurros en la casa abandonada la noche de Halloween

En la noche más inquietante del año, cinco adolescentes deciden cruzar la puerta de una casa olvidada por el tiempo. Lo que encuentran dentro no son solo sombras ni leyendas… sino una historia que les cambiará la forma de entender el miedo, la amistad y lo invisible. Relato para adolescentes y jóvenes.

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Revisado y mejorado el 31/10/2025

Calle iluminada con calabazas y faroles en Halloween, con figuras caminando entre casas decoradas al atardecer.

Susurros en la casa abandonada la noche de Halloween

Aquella noche no era cualquier noche.

Era Halloween.

Una de esas en las que el viento parece tener voz, las hojas secas crujen como si algo —o alguien— las pisara a escondidas, y la luna, redonda y brillante, se atreve a iluminar secretos que llevan años en silencio.

Una noche que pedía aventura

En Valle Sofía, un pueblecito donde nunca pasa nada…
Cinco adolescentes decidieron que ya era hora de que pasara algo.

Y no un algo cualquiera.

Querían adrenalina.

Misterio.

Esa emoción que se siente cuando haces algo que sabes que no deberías.

Así que pusieron rumbo a la vieja Casa del Olvido.

Una casona que llevaba décadas cerrada, envuelta en rumores, susurros y leyendas.

Dicen que allí dentro las paredes hablan.

Que los que vivieron allí… aún no se han ido del todo.

Pero lo que ninguno de ellos imaginaba es que, en medio de tanto miedo y oscuridad, también se puede encontrar algo inesperado: un hilo de luz, una chispa de verdad, y quizás, una amistad que no se rompe ni con los fantasmas del pasado.

Cinco almas curiosas

Ana, la más entusiasta del grupo, se adelantó mientras sus amigos la seguían con una mezcla de temor y emoción.

Tenía el cabello rizado y rebelde que siempre parecía desafiar la gravedad, y una risa contagiosa que invitaba a la aventura.

—¡Vamos! No hay nada que temer. Solo son cuentos de pueblo —exclamó, dándole un toque optimista a la situación.

Sus ojos brillaban con valentía.

Martín, un chico alto que siempre llevaba una gorra hacia atrás, miró nerviosamente a su alrededor.

—¿No crees que deberíamos escuchar los relatos de los ancianos? Aquellos ojos brillantes en la oscuridad… ¿y si son más que cuentos?

Su voz temblaba un poco, pero sus preguntas sonaban más como un intento de ocultar su inquietud que como una advertencia real.

—Lo que necesitamos es un buen susto —agregó Clara, una chica con una gran pasión por el arte gótico, que se había pintado las uñas de negro y llevaba un vestido que casi parecía de otra época—. Quiero ver un fantasma de verdad —insistió, levantando su linterna de forma teatral, mientras un pequeño grupo de murciélagos sobrevolaba su cabeza.

Luis era el típico que lo cuestionaba todo.

Pragmático, lógico, fanático de los videojuegos de terror y los foros donde todo se desmonta con datos.

Cruzó los brazos, medio desafiando, medio escondiéndose tras su propia coraza.

—Yo no creo en fantasmas. Creo en bugs —soltó con una media sonrisa torcida—. Pero si hay algo ahí dentro… no va a ser precisamente amable.

Lo dijo como quien no tiene miedo.

Pero el leve temblor en su voz no engañó a nadie.

Sofía, en cambio, no necesitaba levantar la voz ni hacerse notar.

Era de esas personas que llegan en silencio… y aun así todos giran la cabeza para mirar.

Siempre parecía guardar un secreto, como si supiera más de lo que contaba.

—Quien no arriesga, no gana —dijo con una media sonrisa—. ¿Y si esta noche, por fin, descubrimos algo de verdad?

Y sin pedir permiso ni mirar atrás, dio el primer paso.

La casa que susurra

Empujó la puerta de la casa.

Un chirrido largo, viejo, oxidado.

Como si la madera llevara siglos esperando esa caricia.

Dentro, todo era penumbra.

El aire sabía a polvo y abandono.

Telarañas en cada esquina, muebles cubiertos por sábanas como fantasmas dormidos, y en las paredes…
sombras que se movían con cada haz de luz.

Encendieron las linternas.

Y ahí estaban: fotografías antiguas, clavadas al tiempo.

Rostros enmarcados que los miraban desde el pasado, con expresiones congeladas entre lo solemne y lo inquietante.

Clara, que no hablaba mucho pero sentía más que nadie, se quedó mirando una de ellas como si pudiera escucharla respirar.

—Aquí huele a historia —susurró—. Dicen que algunos no se van. Que se quedan… como recuerdos que nadie quiere dejar ir.

Mientras exploraban la planta baja, un sonido tenue llegó desde el piso superior.

Era un murmullo, como susurros ahogados.

—¿Oíste eso? —preguntó Sofía, deteniéndose en seco.

Todos asintieron.

Esa sensación de inquietud empezaba a tomar forma en sus estómagos.

Sin embargo, Ana, llena de coraje, tomó la delantera, seguida por el resto del grupo.

Encuentro inesperado

Subieron las escaleras que chirriaban.

Cada peldaño parecía dar la bienvenida al terror.

Ya en el corredor, el murmullo se transformó en risas entrecortadas.

—Esta casa no está vacía —dijo Martín. Su voz nerviosa resonaba en el aire.

—Solo son ecos del pasado… o tal vez son los fantasmas atrapados —dijo Luis con un guiño, intentando aligerar el ambiente.

Sofía se giró y, con un susurro, añadió: —O somos nosotros, riendo a carcajadas por nuestra propia locura.

Luces en la oscuridad

Entraron en la última habitación del pasillo, empujando la puerta con cuidado, como si esperaran encontrar un secreto bien guardado.

Pero lo que vieron los dejó inmóviles un instante.

No eran fantasmas.

Eran chicos.

Adolescentes como ellos, vestidos con capas negras y máscaras de calaveras que brillaban bajo la luz tenue de unas velas.

Reían.

Jugaban con unas cartas que parecían sacadas de un juego de miedo.

Ana frunció el ceño, perpleja.

—¿Pero qué demonios hacéis aquí?

Uno de los chicos se quitó la máscara. Tenía rizos oscuros, sonrisa fácil y un aire despreocupado.

—¿Os hemos asustado? —preguntó, divertido—. Pensábamos que estábamos solos. Este sitio… es perfecto para un Halloween diferente.

Hubo un silencio breve, como si todos evaluaran si seguir con el susto o dejarse llevar.

La tensión se evaporó con una carcajada.

Y en cuestión de minutos, estaban todos sentados en círculo, compartiendo linternas, historias, risas y el eco de un miedo que ya parecía muy lejano.

—Dicen que esta casa está maldita —comentó Julián, el chico de los rizos, mientras barajaba las cartas de nuevo—. Pero hasta ahora, lo único que he visto son recuerdos antiguos… y gente nueva.

El aire parecía menos denso.

La habitación, más cálida.

Como si la casa, de alguna forma, se hubiese relajado también.

Fuera, algo brilló.

Clara fue la primera en notarlo y se levantó de un salto.

—Mirad. En el jardín.

Todos corrieron a la ventana.

Luces.

Pequeñas, flotantes, como luciérnagas que se hubieran puesto de acuerdo para bailar.

—¿Y si son fantasmas? —preguntó Sofía, medio en broma, medio en serio, con ese brillo en los ojos que solo sale cuando estás viviendo algo que no vas a olvidar.

Julián la miró y sonrió.

—O quizás… solo nos están dando las gracias por haber venido.

La noche que se quedó con ellos

Decidieron salir al jardín.

La puerta trasera crujió al abrirse, y fue como si el propio aire les susurrara un “bienvenidos” helado.

La noche los envolvió de inmediato con su aliento frío, cortante, como si quisiera probar su determinación.

Y entonces… lo vieron.

Luces.

Pequeñas, flotantes, vibrantes.

Danzaban a su alrededor como si alguien —o algo— tocara una melodía que ellos no podían oír.
Parpadeaban, se movían con gracia, iluminando el jardín en destellos suaves, casi hipnóticos.

No era un jardín cualquiera.

Aquello parecía un escenario preparado para algo que aún no había ocurrido.

Aquella experiencia trascendía lo que esperaban.

Ya no era un simple Halloween, sino una celebración de la vida, la amistad y las historias que resonaban en el aire.

—Parece que el verdadero espíritu de Halloween no es el miedo —reflexionó Ana, mientras se unía al ritmo de las luces.

—Es el deseo de conexión —agregó Sofía, con una sonrisa.

Finalmente, volvieron a entrar a la casa, pero esta vez no había susurros amenazantes, solo risas y ecos de nuevos recuerdos que prometían perdurar.

La noche había sido inolvidable, y aunque la casa tenía sus secretos, ellos habían encontrado algo más: un lazo entre ellos y unas historias que seguirían compartiendo juntos, no solo en Halloween, sino cada vez que se reunieran.

Esa noche, se les hizo tarde para regresar a sus hogares, pero la aventura los había dejado tan llenos de energía que, en vez de tener miedo, regresaron como amigos inseparables.

En sus corazones, llevaban el eco de las risas compartidas, como si incluso los fantasmas de aquella casa hubieran sido parte de su celebración.

Moraleja del cuento: «Susurros en la casa abandonada la noche de Halloween»

Halloween no va solo de sustos ni de sombras.
Va de atreverse.

De mirar de frente lo que da miedo… y hacerlo acompañado.

Porque a veces, lo que parece oscuro solo está esperando que alguien encienda la linterna.
Y es ahí —en medio del frío, de lo desconocido— donde nacen las verdaderas conexiones.
Las que se quedan.

Abraham Cuentacuentos.

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Espero que estés disfrutando de mis cuentos.