Víspera de secretos en nochevieja
En el viejo y pintoresco barrio de Santa Clara, las calles se inundaban de luces y guirnaldas cristalinas.
Ventanas y balcones servían de escaparate a una miríada de escenarios navideños, en los que pequeñas representaciones del Nacimiento de Jesús competían en belleza y artesanía.
Entre ellos, destacaba la casona de los Ávila, un hidalgo inmueble de gruesas paredes y portón de roble que custodiaba historias tan antiguas como las empedradas callejuelas que la circundaban.
En su interior, la señora Constancia, de tersa piel y manos siempre afanadas en hacer y deshacer menesteres domésticos, decoraba con esmero el salón principal.
A su alrededor danzaban sus dos hijos: Irene, de rizos de oro y ojos de cielo diáfano, y Federico, un joven sosegado de noble estampa y maneras delicadas.
En la casa también vivía Don Ernesto, el patriarca, una figura erguida a pesar de sus setenta inviernos, con una barba blanca que rivalizaba en esplendor con la mismísima nieve del cercano monte Albarracín.
Al arribo del anochecer, mientras las últimas luces del día trazaban sombras en el comedor, una caravana de parientes y amigos comenzaba a llenar la casa.
Entre abrazos, risas y algún que otro cántico espontáneo, la víspera de Nochevieja se auguraba llena de calor humano y buenos deseos.
La primera en llegar fue tía Petunia, una mujer de estatura menuda y cabellos negros como azabache a pesar de sus años, portaba una cesta repleta de dulces que perfumaban el ambiente con aroma a canela y clavo.
Tras ella, el recién llegado primo Alfredo, que venía de tierras lejanas y exóticas, traía en sus ojos historias de lugares que pocos habían visitado.
«¡Feliz Nochevieja, queridos!», exclamó tía Petunia con voz cantarina. «¡Que las luces de estos días iluminen vuestros corazones durante todo el año venidero!»
«¡Igualmente, tía! Tus palabras siempre traen consigo la alegría de estas fechas», respondió Irene, mientras con delicadeza ayudaba a la anciana a desprenderse de su envolvente abrigo.
Las conversaciones crecían y se mezclaban en un murmullo confortable.
Los más pequeños de la familia correteaban descalzos sobre las gastadas maderas, escondiendo risas y confidencias bajo la atenta mirada de los mayores.
Don Ernesto, con voz teñida de nostalgia, comenzó a relatar un cuento invernal.
Las siluetas de antiguos navíos y paisajes helados emergían de sus palabras; la reunión quedó prendada de la fantasía que fluía de aquel veteado narrador.
La noche avanzaba sigilosa y entre copas de sidra y trozos de turrón, un arrebato de sinceridad tomó por asalto al grupo. «¡Vamos a compartir secretos!», propuso Alfredo, siempre el más aventurero.
Uno a uno, cada integrante del clan fue desgranando pequeñas verdades, confesiones que habían mantenido guardadas. Margarita, la vecina de enfrente, admitió haberse enamorado platónicamente de un pintor francés, mientras que el tío Alberto reveló su sueño oculto de convertirse en bailarín.
Federico tomó aire, miró a su alrededor, y con una voz serena pero firme, desveló su deseo de partir en un viaje para descubrir el mundo que tan elocuentemente pintaba su primo Alfredo.
Un murmullo de asombro recorrió la sala.
«¡Pero hijo, justo ahora que la zapatería familiar está despegando!», lamentó Don Ernesto, pero en su mirada había un brillo de comprensión.
La señora Constancia, siempre pragmática, añadió, «Siempre que regreses con historias que contar y un corazón lleno de experiencias, mi querido Federico, tendrás nuestro apoyo.»
Irene, que había escuchado atónita, se acercó a su hermano. «Prométeme que escribirás», susurró, «y no solo postales. Quiero páginas repletas de tus vivencias, quiero sentir que viajo contigo.»
La medianoche se acercaba cuando, con la última campanada, comenzaron los abrazos y el intercambio de buenos deseos.
Era como si los secretos compartidos hubieran tejido entre ellos unos lazos aún más fuertes.
Cuando la fiesta dio su último suspiro, y los invitados se despedían con la promesa de reencontrarse pronto, en la casa de los Ávila se respiraba tranquilidad y un nuevo tipo de alegría.
Los primeros rayos de sol de enero se colaron por los altos ventanales y encontraron a los miembros de la familia abrazados en un silencio cómplice, sabedores de que aquel año nuevo traería cambios, aventuras y, sobre todo, innumerables historias que contar.
Y así, con el dulce sabor de los mazapanes aún en sus bocas, la familia Ávila emprendía un nuevo capítulo de sus vidas, con un horizonte lleno de posibilidades y corazones repletos de esperanza.
Moraleja del cuento Víspera de secretos en nochevieja
Las confesiones compartidas en la entrañable velada no solo liberaron a cada alma de sus recónditos pesares y deseos, sino que tejieron lazos más firmes y comprensivos que perdurarían hasta los finales de sus días.
El valor de la autenticidad y la valentía para vivir los propios sueños, siempre hallarán en la familia un refugio y un trampolín hacia la felicidad.
Abraham Cuentacuentos.