Cuento: Voces en la niebla y un susurro escalofriante detrás de cada paso

Adéntrate en la bruma de Valdemoro y descubre un secreto ancestral que solo un alma valiente se atreverá a desvelar. Cuando el silencio pesa más que el miedo, solo la voz de los recuerdos puede salvarte del olvido… ¿te atreves a escucharla? Perfecto para jóvenes y adultos.

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Revisado y mejorado el 01/01/1970

Dibujo en acuarela de un puente de madera y casas iluminadas al anochecer, con niebla colorida y figuras humanas difusas caminando hacia un cementerio.

Voces en la niebla

Algo brilló entre los surcos de la memoria de Lucía la primera vez que la niebla envolvió Valdemoro.

Un objeto diminuto, casi imperceptible, que llevaba siglos aguardando ser descubierto…

Sin embargo, su verdadera naturaleza solo cobraría sentido en el umbral del amanecer, cuando la última historia fuera contada.

El caso es que aquella noche de octubre, Valdemoro parecía un lienzo en grisáceos.

La bruma envolvía cada farol, amortiguaba el eco de los pasos y parecía contener la respiración del pueblo.

Lucía, con su abrigo tejido a mano y un broche en forma de libélula que le regaló su madre, avanzaba con determinación tras cerrar la panadería donde repartía sonrisas al amanecer.

Un instante de silencio absoluto la envolvió al dejar atrás la plaza desierta: ni grillos ni el canto lejano de un búho.

Solo el latido de su corazón, tan firme que casi logró engañarla con la idea de que estaba sola.

Entonces, un crujido mínimo la sacudió: no era el viento, sino pasos mesurados que la seguían.

—¿Quién va ahí? —susurró, y su voz rompió la quietud como una piedra en un estanque.

La respuesta llegó como un murmullo antiguo:
—Vuelve… con nosotros.

La voz parecía tejida con hilos de recuerdo.

Lucía recordó entonces que el herrero, Carlos, solía decirle: “En estas calles, el frío no mata; lo hace el olvido”.

Tomó carrerilla, convencida de que alcanzar el puente la salvaría, pero la penumbra se hizo más espesa conforme se adentraba.

Al llegar al viejo arco, creyó ver una figura esbelta entre vapores: era Carlos, con el martillo aún colgado del cinto y la mirada ausente.

Lucía soltó un suspiro de alivio, convencida de que él la rescataría.

Sin embargo, él alzó un dedo señalando hacia la neblina, como invitándola a seguir, y se desvaneció entre brumas.

Un escalofrío la recorrió. Eligió un atajo —el sendero junto a los caserones abandonados—, donde las ventanas rotas parecían ojos muertos que la vigilaban en silencio.

A cada paso, emergían figuras conocidas del vecindario: doña Estrella, con su abanico ajado; el carpintero Julián, que siempre tarareaba un viejo fandango.

Todos enmudecidos, todos señalando hacia delante.

Sin entenderlo del todo, Lucía obedeció y se vio frente a la verja oxidada del cementerio.

Allí, las lápidas asomaban gárgolas de musgo y el aire olía a tierra mojada.

Al internarse, creyó dominar el miedo: relató mentalmente un fragmento de las leyendas que su abuelo relataba junto a la lumbre.

“Ya basta”, pensó, “si repito su voz, quizá se disipen”.

Sintió entonces un breve soplo cálido: creyó haber triunfado.

Pero el triunfo duró un segundo.

La bruma se recogió a su alrededor, formando un claro donde emergió el mausoleo más antiguo.

Allí, la figura del abuelo cobró vida, sus facciones cómplices bajo la linterna mortecina.

En sus ojos llorosos, Lucía descubrió un matiz de angustia.

—¿Me has olvidado? —preguntó él con voz rasgada—. Sin tu recuerdo, me pierdo en este limbo.

El corazón de Lucía se encogió.

No bastaba contar fragmentos; debía honrar cada existencia.

Con voz firme, comenzó a narrar: habló de Rosario, la costurera que bordó todo un carnaval; habló de Manuel, el maestro que enseñó a leer con muñecos de cartón; habló de Teresa, la que recogía amapolas antes del amanecer.

Con cada historia, la bruma cedía: las figuras ausentes esbozaban una sonrisa, la tierra crujía como si celebrara una cosecha rica.

El abuelo inclinó la cabeza, y una luz cálida brotó de su pecho, señal de paz.

Al terminar el último relato, la noche dio paso a un alba de tonos rosados.

El aire ya no olía a humedad, sino a promesa.

Carlos reapareció, se secó el sudor de la frente y murmuró, emocionado: “Lo has logrado, Lucía”.

Mientras Lucía guardaba sus pergaminos en el estante más alto de la panadería, su mirada se topó con ese pequeño objeto: una libélula cincelada en plata, idéntica al broche que siempre llevaba.

Un escalofrío amable la recorrió.

Al tocarla, comprendió que aquella pieza había sido forjada por su abuelo, guardiana de cada memoria que ella había liberado.

En sus alas diminutas, relucía la promesa de que, mientras existiera quien recordase, ninguna voz se perdería jamás.

Moraleja del cuento «Voces en la niebla»

En la niebla de nuestras dudas y temores yace la llave que desvela la verdad: que no somos solos, que cada paso es una historia y cada historia merece ser contada.

Al recordar a aquellos que nos precedieron, les damos paz y a nosotros mismos, luz para caminar con esperanza en la penumbra.

Porque la memoria es un puente entre los vivos y los que nos precedieron, y cada historia que contamos afianza ese lazo, asegurando que ni el olvido ni la bruma puedan acallar sus voces.

Abraham Cuentacuentos.

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