Voces en la niebla y un susurro escalofriante detrás de cada paso
Las calles de Valdemoro estaban desiertas aquella fría noche de octubre; una niebla espesa como el algodón cubría cada recoveco, volviendo cada esquina una promesa de lo desconocido.
Entre las sombras, una joven llamada Lucía, de mirada despierta y mejillas sonrojadas por la prisa, se aventuraba a regresar a su hogar tras una extensa jornada laboral.
Lucía era alta y espigada, con un aura de confianza y curiosidad que iluminaba su estampa.
Al cruzar el antiguo puente, la niebla se volvió más densa y un sensación de inquietud la asaltó.
No estaba sola.
Unos pasos sigilosos esparcían un témpano de hielo por su espalda; al voltear, solo el vacío la saludó con su frío abrazo invisible.
Sin embargo, la convicción de que alguien o algo la seguía se clavaba en su piel como espinas de hielo.
«¿Hay alguien ahí?» preguntó Lucía con voz temblorosa, encontrando consuelo solo en el eco de su propia voz.
Fue entonces cuando oyó un susurro afilado como una navaja, que se deslizó en el aire: «Vuelve… con nosotros».
Aquella voz no tenía rostro, pero la familiaridad la llenó de espanto. Eran las voces de leyendas olvidadas que se decía vagaban por Valdemoro, ansiosas de compañía.
Lucía, recordando las historias que su abuelo contaba, apresuró el paso, su corazón golpeaba en sus oídos tan fuerte como las pisadas que retumbaban detrás de ella.
De pronto, un hombre emergió de la neblina, era Carlos, el herrero del pueblo, con la mirada fija y vacía como la de una marioneta sin hilos.
«Carlos, ¡qué alivio verte! Alguien me sigue», dijo Lucía, pero Carlos no respondió.
Se limitó a señalar hacia el oscuro corazón de la niebla y desaparecer como si nunca hubiera estado allí. Lucía, confundida pero decidida, optó por un atajo.
El sendero estaba flanqueado por los antiguos caserones que crujían y susurraban con voces de otra época.
A medida que avanzaba, las figuras de personas que reconoció del pueblo la observaban desde la niebla, todas con el mismo semblante ausente y señalando en una dirección, como si formaran un camino de estatuas vivientes.
Sin entenderlo, ese camino la llevó al cementerio, al corazón de todos los susurros.
En el cementerio, la niebla formaba un velo que cubría las lápidas como si protegiera un secreto que los muertos susurraban entre ellos.
Y tal como si las gravillas del sendero se convirtieran en sílabas, cada paso de Lucía despertaba una voz, cada voz decía una palabra y cada palabra contaba una historia.
«¿Por qué me habéis traído aquí?» gritó Lucía al aire, exigiendo respuestas que la niebla parecía retener.
De repente, la neblina comenzó a disiparse alrededor de un mausoleo antiguo y en ese claro, descubrió la figura de su abuelo, quien había muerto hace años, mirándola con ternura y una sonrisa que encendía faroles en la penumbra.
«No temas, Lucía», dijo la aparición de su abuelo, «estás aquí para recordar, para entender, para liberarnos».
Mostrándole el interior del mausoleo, Lucía vio nombres escritos en las paredes, nombres de aquellos que fueron parte del pueblo y que ahora permanecían en una penumbra de olvido.
El abuelo le explicó que para que las almas encontraran la paz, alguien debía recordarlas, debía contar sus historias y mantener viva su memoria.
Era un legado que pasaba de generación en generación, y ahora era el turno de Lucía.
Armada con valentía y el cariño por su pueblo, Lucía comenzó a hablar, a contar las historias de cada nombre, a darles vida de nuevo con sus palabras.
Con cada relato, las figuras en la niebla mostraban un destello de alegría en sus ojos y se desvanecían, dejando un camino de estrellas en la negrura.
Al concluir el último cuento, la niebla se disipó por completo, revelando un amanecer radiante y un pueblo libre de susurros sombríos.
Carlos, el herrero, y todas las personas volvían a la normalidad, como despertando de un largo sueño. Lucía, con la sonrisa de su abuelo grabada en el corazón, supo que había devuelto la luz a Valdemoro.
Los días siguientes, Lucía comenzó a escribir todas las memorias y relatos de los que había sido testigo en un libro, manteniendo la tradición viva y asegurando que esos susurros nunca más serían de miedo, sino de gratitud y recuerdo.
La bruma que alguna vez había sido una maldición, se convirtió en un signo de unión y respeto.
La gente del pueblo, inspirada por el cambio, inició festividades anuales en honor a aquellos que los precedieron, fortaleciendo el vínculo entre pasado y presente.
Valdemoro encontró en Lucía no solo una heroína, sino una guardiana de su historia, una narradora que con valor y amor, enfrentó las sombras para traer luz.
Y por muchas generaciones, las historias de aquellos antiguos habitantes se seguirían contando, porque donde hay memoria, hay vida.
Moraleja del cuento «Voces en la niebla y un susurro escalofriante detrás de cada paso»
En la niebla de nuestras dudas y temores yace la llave que desvela la verdad: que no somos solos, que cada paso es una historia y cada historia merece ser contada.
Al recordar a aquellos que nos precedieron, les damos paz y a nosotros mismos, luz para caminar con esperanza en la penumbra.
Abraham Cuentacuentos.