Bajo el manto estrellado en un viaje a través de la constelación del amor
—¿Sabías que esta noche alguien se convertirá en estrella? —susurró Leo, tumbado junto a Alma bajo el cielo de Miraluna.
La pregunta quedó flotando, como una luciérnaga despistada, mientras la noche abrazaba al pequeño pueblo con su oscuridad suave, salpicada de luces titilantes.
Alma, de cabello oscuro y mirada serena, acariciaba con los ojos cada rincón del firmamento.
Leo, con sus ojos verdes como musgo y alma de soñador, buscaba historias escondidas entre las constelaciones.
«Cada estrella es una promesa», dijo él. «Cada dibujo en el cielo, una leyenda esperando ser contada».
Ella sonrió, sin prisa. «Entonces, cuéntame una que me arrulle hasta quedarme dormida».
Leo comenzó a narrar la historia de Cassiopea y Cefeo, reyes celestiales que, incluso convertidos en estrellas, seguían buscándose en la eternidad.
Pero aquella noche, la historia no quiso ser solo un cuento. Una ráfaga de viento trajo un lamento diminuto:
—Ayuda, por favor… Me he perdido.
A sus pies, un duendecillo de brillo apagado gimoteaba.
Se llamaba Zephyr y había bajado a la Tierra por un puñado de polvo estelar… pero había extraviado el camino de regreso.
—No te preocupes —dijo Alma, ofreciéndole la mano con natural ternura—. Vamos a encontrarte un hogar.
Leo sonrió. No era la historia que pensaba contar, pero ¿acaso no son las mejores las que se escriben solas?
Guiados por luciérnagas, siguieron senderos de hierba susurrante y cruzaron bosques donde los búhos les regalaban viejos secretos.
Cada encuentro les acercaba un poco más al misterio de las estrellas.
—Las constelaciones no son dibujos —confesó Zephyr, colgado del dedo de Alma—. Son familias. Y la mía me espera.
La travesía se alargó, y el cansancio comenzó a pesar.
Pero justo cuando los párpados de Alma querían rendirse, Zephyr se detuvo.
—Allí —señaló—. Bajo la estrella polar.
Un claro bañado por la luz de la luna se abrió ante ellos.
El suelo reflejaba colores imposibles, como si el cielo hubiera descendido a mezclarse con las flores.
Zephyr saltó hacia el portal con una sonrisa resplandeciente.
—Gracias por recordarme que no se está solo cuando alguien ofrece su luz.
Y, antes de marcharse, rozó con su diminuta mano la frente de Alma y el corazón de Leo.
—Ahora podréis ver lo que otros no ven: el amor en su forma más pura.
El duendecillo desapareció, pero la noche había cambiado.
Las estrellas brillaban distintas, como si cada una les susurrara un secreto.
Alma y Leo volvieron a tumbarse en la hierba.
—¿Recuerdas lo que te dije al principio? —preguntó Leo.
Ella asintió.
—Alguien se convertirá en estrella esta noche —repitió.
Y entonces, Alma lo comprendió: no hablaba de morir, sino de dejar una huella de luz en el cielo de alguien más.
Esa noche, bajo el manto estrellado, Alma y Leo aprendieron que el amor no siempre se busca en las constelaciones; a veces, se crea con gestos tan sencillos como ayudar a un pequeño duende perdido.
Y cuando, algún día, sus cuerpos dejen de caminar por la Tierra, sabrán que no han desaparecido, sino que siguen ahí arriba: dos nuevas estrellas contándose historias en la constelación del amor.
Moraleja del cuento «Bajo el manto estrellado en un viaje a través de la constelación del amor»
En la travesía por caminos desconocidos y bajo cielos enigmáticos, encontramos que el amor es el norte que guía nuestros corazones y el calor que nos mantiene unidos.
Como las estrellas en la constelación, cada ser querido brilla con luz propia, pero juntos forman un firmamento de afecto infinito.
Ayudar a otros, compartir un viaje, tejer historias y soñar con un amor eterno son destellos que nos hacen encontrar nuestro verdadero hogar, allí donde la bondad y la camaradería resplandecen con el fulgor de la más brillante estrella.
Abraham Cuentacuentos.