El enano saltarín
En una vasta extensión del Bosque de Oropéndolas, donde los árboles acariciaban el cielo y el sonido de las hojas susurrantes componía una sinfonía constante, habitaban seres diminutos que pasaban completamente inadvertidos para los humanos. Entre estas criaturas increíbles, se encontraba un protagonista que cambiaría la historia de su pequeño mundo: Lino, el enano saltarín.
Lino no era un enano cualquiera. Su estatura apenas llegaba a los cuatro centímetros, y su rostro angelical y afilado revelaba un carácter firme y valiente. Sus ojos verdes como esmeraldas relucían con la luz del sol, aunque su cabello, color azabache, contrastaba de manera misteriosa. Lino destacaba no solo por su aspecto, sino también por su habilidad sin igual para saltar. Podía desafiar la gravedad, y con un solo impulso lanzarse a alturas inimaginables para cualquier ser diminuto.
En el mismo bosque merodeaban personajes como Eduviges, una hada de alas translúcidas y vestida con hojas de roble, que radiaba sabiduría y protección, y el ermitaño Garcilaso, un antiguo druida de apenas cinco centímetros con una barba blanquísima y ojos hechiceros que guardaban conocimientos ancestrales. Rondaban también Olmo y Silvia, dos ratones de biblioteca, tan pequeños que sus libros eran hojas de hierba repletas de letras diminutas.
La vida en el Bosque de Oropéndolas era por lo general pacífica, pero algo terrible empezó a ocurrir: las luces que iluminaban la noche comenzaban a desaparecer. Las linternas de luciérnagas que los enanos y otros seres del bosque habían dispuesto por doquier para preservar la claridad y la seguridad nocturna se apagaban misteriosamente.
Lino, siendo fervientemente inquieto, no pudo dejar pasar esto sin investigar. Se dirigió al anciano Garcilaso en busca de sabiduría. “Garcilaso, algo no va bien en nuestro bosque. ¿Has notado que las luces desaparecen?”, preguntó Lino con una chispa de preocupación en sus ojos.
“El equilibrio se está rompiendo,” respondió Garcilaso con una voz profunda. “Desconozco la causa, pero la solución podría estar en un artefacto místico perdido hace tiempo: la gema de Luna.”
Embargado por la valentía intrínseca de su carácter, Lino decidió que debía encontrar dicha gema. En su travesía se unió Eduviges, quien con su resplandor y magia ancestral, decidió que lo acompañaría por el bien de su hogar. “Lino, no irás solo; en conjunto seremos más fuertes,” dijo con un tono que reflejaba la seguridad de su decisión.
La aventura que siguió fue intensa y rebosante de intrigas. Navegaron entre sombras cuando se vieron atrapados en el Bosque Marchito, donde las sombras susurraban secretos ocultos y los caminos se volvían laberintos. Se encontraron con Ignacio, un gnomo desterrado cuya astucia y habilidades de ingeniería resultarían cruciales.
A lo largo del viaje, Lino demostró una resiliencia inquebrantable. Ni las aguas embravecidas del Río Susurro ni los hechizos de los murciélagos del Valle Oscuro lograron detenerlos. Cada vez que un obstáculo surgía, Lino saltaba por encima, con una agilidad que asombraba incluso a los seres más viejos. Eduviges, pacientemente, invocaba su magia luminiscente para guiarlos, mientras Ignacio desentrañaba acertijos con gran pericia.
En un punto del viaje, se encontraron atrapados en los dominios del temido Victorinus, un murciélago de tamaño imponente y con un carácter gélido. “¿Qué hacéis en mis dominios, insignificantes seres?” preguntó con una voz que retumbaba en la caverna.
“Buscamos la gema de Luna, que devolverá la luz a nuestro bosque,” respondió Lino con una valentía temeraria.
Tras muchas negociaciones y un despliegue de magia y pericia al que Victorinus respondía con una creciente intrigada admiración, el murciélago les ofreció un trato: “La encontraréis en el Santuario de Mármara, pero el viaje será peligroso. Seré vuestro guías si prometéis compartir la luz conmigo.”
Lino y sus amigos aceptaron, y, fiel a su palabra, Victorinus los guió mediante oscuros territorios donde ninguno de ellos habría podido atravesar solos. Llegaron al Santuario, un lugar encantado con estatuas de mármol que parecían cobrar vida con cada brizna de aire. Allí, afrontaron múltiples desafíos: desde acertijos antiguos hasta guardianes encantados. Pero unidos en un objetivo común, sobresalieron y, finalmente, hallaron la gema de Luna, irradiando una luz plateada que llenaba sus corazones de esperanza.
Al regresar al Bosque de Oropéndolas, con la joya luminosa, sus habitantes los recibieron con vítores de júbilo. La luz de la gema se expandió rápida y esplendorosamente, devolviendo la vitalidad y luminescencia a cada rincón del boscoso hogar. Víctorinus cumplió su promesa, y una parte de la joya también trajo luz a sus dominios.
“Lo logramos, amigos. Hemos traído de vuelta la esperanza a nuestro hogar,” dijo Lino radiante, mientras la gema brillaba intensamente en su pequeña mano. Eduviges, Ignacio y los demás seres del bosque se unieron en abrazos y risas que resonaron como una canción.
Las luces de las linternas de luciérnagas volvieron a encenderse, y la paz se restauró en Bosque de Oropéndolas. La valentía de Lino, la sabiduría de Garcilaso, la magia de Eduviges y la astucia de Ignacio se entrelazaron en una lección inmemorial sobre el valor de la unidad y el coraje frente a lo desconocido. Lino, el enano saltarín, había saltado más allá de los límites de lo posible y había hecho de su pequeño mundo, un lugar más brillante y seguro para todos.
Moraleja del cuento “El enano saltarín”
La unidad y la valentía pueden superar cualquier oscuridad. Incluso los personajes más diminutos pueden hacer brillar la luz más intensa cuando se unen por el bien común.