El regalo de la aurora boreal
Era una noche gélida pero serena en el pequeño pueblo de Norglad, donde las montañas acarician las estrellas y la nieve susurraba cuentos de invierno.
En un diminuto hogar a la orilla del bosque de abetos, vivía Runa, una joven de ojos azules como el hielo y cabello oscuro como la medianoche sin luna.
Su espíritu era indómito y su corazón, un refugio de bondad y dulzura.
Runa se encontraba en su cocina, preparando una tarta de arándanos mientras tarareaba canciones de antiguas Navidades.
Su abuela, a quien amaba con fervor, solía decirle que la música y los sabores guardaban los recuerdos más preciados.
Al otro lado del pueblo, en la plaza principal, tomaba forma un gigantesco abeto navideño.
Los habitantes de Norglad, embutidos en sus abrigos, colocaban luces y guirnaldas, esperando la llegada de la aurora boreal, que cada año se manifestaba con mayor esplendor durante la Nochebuena.
Entre los aldeanos, resaltaba Einar, un joven herrero de manos fuertes y mirada suave que llevaba por dentro una tristeza que apenas se atrevía a mostrar.
Él también tenía un motivo para espera la Nochebuena: el regreso de su hermano, a quien no veía desde hacía años tras una discusión que los había separado.
Mientras tanto, en la lejanía, un misterioso anciano de larga barba blanca y ojos chispeantes avanzaba a través del bosque nevado.
No era otro que Nicolás, el viajero eterno, conocido por muchos como el buen Santa. Su trineo estaba adornado con campanillas que tintineaban armoniosamente, entonando una magia que solo él comprendía.
Aquel año, Nicolás venía con una misión diferente.
No traía juguetes ni obsequios tangibles; venía a ofrecer el regalo más hermoso y efímero: una aurora boreal tan espectacular que cumpliría los deseos más sinceros de quienes la contemplaran.
De regreso al hogar de Runa, un golpeteo en la puerta irrumpió la tranquilidad.
Era Einar, quien había venido a pedirle un favor: fabricar la estrella que coronaría el gran abeto de la plaza.
—Runa, sé que eres la mejor en artesanías y la Nochebuena se acerca. ¿Serías capaz de crear una estrella que represente nuestra esperanza? —pidió Einar con voz temblorosa.
—Einar, nada me haría más ilusión. La estrella brillará como nunca antes —respondió ella con una sonrisa, emocionada por contribuir a la festividad de su amado pueblo.
Los días pasaron y la estrella quedó terminada.
Era una obra maestra de plata y cristal, diseñada para reflejar cualquier destello de luz, recordando incluso en la noche más oscura que siempre existía la esperanza.
La víspera de la Nochebuena, toda la aldea se congregó en la plaza.
Niños correteaban felices, los adultos compartían historias y los ancianos observaban el ir y venir de la pequeña multitud con una paciencia aprendida a lo largo de los años.
Fue entonces cuando Nicolás apareció en el horizonte.
La noche se llenó de «oohs» y «aahs» mientras todos elevaban la vista al cielo para presenciar la majestuosidad de la aurora boreal, que comenzaba a desplegar su baile de luces.
Einar, con el corazón en un puño, buscaba entre la multitud aquel rostro que tanto anhelaba ver.
Runa, por su parte, se acercó a él con la estrella en sus manos.
—Es hora, Einar. Colócala en lo alto y quizás tu deseo se haga realidad —susurró Runa antes de impulsar al herrero hacia el gigante abeto.
Einar ascendió con dificultad, notando cómo los años de trabajo habían mermado su fuerza.
Pero su espíritu no decayó ni un instante.
Al fin, colocó la estrella y el árbol se iluminó completo, reflejando la aurora boreal y atrapando en sus destellos los deseos de todos.
Fue en ese preciso instante cuando ocurrió el milagro.
La figura de un hombre apareció en las afueras de la plaza. Era Bjorn, el hermano perdido de Einar.
Los hermanos se encontraron en medio de la plaza, bajo la mirada atenta de la aurora y de Runa.
Sin palabras, sin reproches, ambos se fundieron en un abrazo que selló años de dolor y ausencia.
—Hermano, he sido un necio. Perdóname por todo este tiempo perdido —murmuró Einar con lágrimas en los ojos.
—No hay nada que perdonar. Estoy aquí ahora, y eso es lo que importa —respondió Bjorn con una voz quebrada por la emoción.
La plaza estalló en vítores y aplausos.
Nicolás, desde lejos, sonrió con benevolencia antes de desvanecerse en el firmamento.
La magia de la Navidad había obrado su maravilla una vez más.
El resto de la noche fue una celebración repleta de risas, dulces y cánticos.
Runa y Einar, unidos por la amistad y el brillo de una estrella, ya no se encontraban solos sino acompañados por la calidez de su pueblo y el regreso de un ser querido.
Norglad había recibido el mejor de los regalos: la unidad y la reconciliación bajo el manto de una aurora que prometía esperanza para todos.
Cuando los últimos rayos de luz se desvanecieron y la aurora boreal se retiró hasta el próximo año, los corazones de los aldeanos se mantuvieron iluminados gracias a la magia de esa Nochebuena que nunca olvidarían.
Y así, mientras el frío de diciembre abrazaba las casas y el sueño comenzaba a vencer a los últimos rezagados, Norglad dormía plácidamente sabiendo que la Navidad es mucho más que presentes y adornos; es amor, perdón y la promesa de días mejores.
Moraleja de El regalo de la aurora boreal
La verdadera esencia de la Navidad no reside en lo material, sino en la generosidad de los corazones y la magia de unir a las personas.
Cada luz en el cielo navideño tiene el poder de cumplir deseos y sanar heridas, solo hace falta verla con los ojos del alma.
Abraham Cuentacuentos.