Cuento: El río de los reflejos cambiantes

Descubre el cuento “El río de los reflejos cambiantes”, una historia de autodescubrimiento donde los reflejos del río enseñan a dos almas a elegir su brillo cada día. Un relato sereno, poético y profundo que invita a mirarse con amor. Ideal para jóvenes y adultos que buscan historias de autoconocimiento y transformación.

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Revisado y mejorado el 10/06/2025

Dibujo en acuarela de un grupo en barca bajo un cielo mágico – Cuento sobre amor propio y transformación. Grupo de personas remando en una barca sobre un río brillante al atardecer, rodeado de montañas y colores vivos.

El río de los reflejos cambiantes

A veces, lo único que necesitamos para cambiarlo todo es un momento de pausa.

Una imagen.

Un silencio que nos mira de frente.

Esta es la historia de Alma y Espejismos, dos personas que un día se cruzaron en el lugar más inesperado: su propio reflejo.

Y lo que descubrieron fue más valioso que cualquier certeza.

En la aldea de Espejismos, donde las casas murmuraban al compás del río Tabith, vivía Alma, una muchacha de andar leve y mirada quieta.

Tenía la piel olivácea como las hojas de un olivo viejo, y unos ojos que recordaban a soles nuevos tras una noche larga.

Era generosa, intuitiva, pero también era presa de dudas que, como bruma, se colaban en los intersticios de su confianza.

Cada mañana de primavera, Alma paseaba por la ribera del Tabith.

Aquella orilla estaba adornada de flores silvestres, ramas curvadas por el viento, y piedras redondeadas que guardaban el secreto de antiguas lluvias.

Caminaba despacio, casi en silencio, con la esperanza absurda de que el agua le respondiera.

Buscaba algo.

Una imagen suya que no le doliera.

Una versión que pudiera abrazar.

Una mañana distinta, de esas en que el sol no tiene prisa y el viento se arrastra como si escuchara, llegó a un remanso.

Las aguas parecían dormidas.

Alma se inclinó y vio su reflejo.

Lo miró sin moverse, como si temiera espantarlo.

—No me reconozco —murmuró. Y fue entonces cuando una voz grave rompió la quietud:

—Tampoco yo me reconocí durante muchos años.

Sentado en un tronco caído estaba Velas, el tejedor de historias.

Tenía el rostro surcado de arrugas sinceras y las manos manchadas de tinta y memoria.

Su presencia no sorprendía; Velas siempre aparecía cuando alguien lo necesitaba, sin que nadie supiera cómo.

—Vengo cada mañana buscando lo mismo: mi reflejo. Pero cambia con la luz, con mi ánimo, con el viento. Y cada vez me desconcierta.

Velas asintió despacio.

—Hay un cuento que podría ayudarte. Habla de un pez de escamas iridiscentes que vivía en estas aguas. El pez elegía cada día de qué color brillar. Azul profundo para los días de calma. Rojo vivo para los de pasión. Dorado para cuando recordaba su valor.

—¿Y cómo sabía qué color elegir?

—Escuchándose. Aprendió a dejar de buscar su reflejo en las aguas y comenzó a buscarlo dentro. Solo entonces, el reflejo que devolvía el río empezó a gustarle.

Alma guardó silencio largo.

Se sentó junto a Velas.

Por primera vez, no esperó una respuesta inmediata.

Cerró los ojos y dejó que la historia se la inundara por dentro.

Esa noche, frente al espejo de su habitación, repitió el gesto.

En lugar de examinar su rostro, se preguntó cómo se sentía.

Y al responderse, el reflejo comenzó a calmarse.

Los días pasaron.

Alma seguía caminando al borde del Tabith, pero ya no buscaba respuestas.

Buscaba conversaciones consigo misma.

Pronto, su cambio se notó.

Su andar era firme, sus palabras tibias, su risa envolvente.

Alma se había convertido en una versión de sí que ya no huía de su reflejo.

Uno que la observaba en silencio era Espejismos, un joven de la aldea que compartía nombre con el pueblo.

Siempre había vivido en la sombra de su propio nombre, sintiéndose falso, indefinido.

Nadie sabía si venía o se iba.

Un día no pudo más y fue hasta Velas.

—Quiero entender lo que le pasó a Alma. Quiero dejar de ser un reflejo incierto.

Velas lo miró con afecto.

—Entonces ven. Esta historia no se escucha: se vive.

Fueron juntos al remanso.

Velas contó el cuento.

Pero esta vez fue Espejismos quien se vio en el agua.

Y lo que vio no le gustó.

Retrocedió, dolido.

—Eso también soy yo.

—Lo eres ahora. Pero también puedes elegir tus colores. Cada mañana.

El joven volvió día tras día.

Algunas veces lloraba, otras se quedaba en silencio.

Pero empezó a escuchar sus pensamientos, a entender sus emociones, a hablarse con menos dureza.

Pronto, Alma y Espejismos empezaron a encontrarse junto al río.

Compartían cuentos, silencios, risas.

Cada uno con su propia paleta de colores.

Y aunque eran distintos, habían aprendido a ver su reflejo con ternura.

Se enseñaron a aceptarse desde dentro y no desde la imagen proyectada.

La aldea comenzó a cambiar también.

El río Tabith se volvió lugar de preguntas, de inicios, de perdones.

Velas seguía contando historias, pero ahora eran muchos los que escuchaban y se miraban.

Una tarde, Alma preguntó:

—¿Crees que hemos cambiado?

Espejismos respondió:

—Creo que hemos recordado de qué estamos hechos. Y cada día lo recordamos un poco mejor.

Desde entonces, el río de los reflejos cambiantes ya no fue solo un espejo.

Fue una escuela.

Un refugio.

Un lugar donde aprender a quererse.

Moraleja del cuento «El río de los reflejos cambiantes»

Cada día puedes elegir qué colores mostrarle al mundo.

Pero para eso, primero debes mirarte con ojos que comprendan.

El reflejo que ves no es inmutable: es un eco de lo que te permites ser.

Cuando aceptas que puedes cambiar, evolucionar, decidir y perdonarte, el reflejo deja de ser un juicio.

Y pasa a ser una declaración de amor propio.

Abraham Cuentacuentos.

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