El último tren a medianoche en un viaje sin retorno en las vías del olvido
Bajo la penumbra de una estación desolada, Marina y Rodrigo aguardaban el último tren.
Ella, con sus ojos negros y su cabello castaño recogido, emanaba una tranquilidad nerviosa,
mientras que Rodrigo, alto y siempre vistiendo de negro, mordía impaciente la boleta en sus
manos. El reloj marcaba las doce y los rieles comenzaron a vibrar. «Debe ser el viento»,
susurro Marina con un tono que no lograba ocultar su recelo.
Con un chirrido que cortó el silencio, la locomotora apareció. Era una reliquia pérdida en
el tiempo, sus vagones chorreaban óxido y penumbra. «Es este, no hay otro», dijo Rodrigo,
rompiendo la parálisis momentánea que había sometido su voluntad. Sin embargo, algo en su
mirada denotaba duda, como si un antiguo temor se despertara desde lo profundo de su memoria.
Abordaron en silencio, encontrándose solos en un vagón lleno de sombras y susurros apenas
audibles. Las ventanas, sucias y rotas, dibujaban un paisaje imposible; cielos rojos y tierras
de ceniza. Marina se aferró al brazo de Rodrigo, susurrando: «¿Dónde nos lleva este tren?».
Él no respondió, perdido en las caricias del frío que les rodeaba.
De repente, una figura se materializó frente a ellos. Un revisor con ropajes desgastados y una
lámpara que no alumbraba. «Billetes, por favor», su voz era un eco del pasado. Marina extendió
la mano temblorosa, pero su boleto se había convertido en una hoja marchita. Rodrigo intentó
hablar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. El revisor asintió, señalando con su
farol apagado hacia el fondo del vagón, «El último asiento les espera», dijo, y se diluyó como
la niebla entre los asientos vacíos.
Un frío glacial les invadió mientras caminaban hacia el destino marcado por el revisor fantasma.
Al llegar al último asiento, encontraron un espejo antiguo, tan negro como una noche sin estrellas,
que parecía esperarlos. «Mira,» susurró Marina, y al hacerlo, se vieron reflejados como ancianos,
con sus vidas desgastadas y sus ojos vacíos. Un escalofrío recorrió sus espaldas mientras una voz
profunda emergía del espejo: «Este es el tren de los recuerdos perdidos, el viaje que nunca acaba».
En ese instante, Rodrigo recordó. Recordó los cuentos de su abuela, las advertencias sobre el tren
que recogía almas descarriadas, a quienes la vida les había pesado tanto que olvidaban vivir. Con
desesperación, sacó de su bolsillo una vieja fotografía, un recuerdo de su primer encuentro con
Marina, y la presionó contra el espejo. «No olvidamos», gritó con lágrimas en los ojos.
La imagen se fracturó, y la oscuridad les envolvió. Pero en lugar de un vacío eterno, fueron
recibidos por el calor del sol naciente. Se encontraban en la estación, con la gente ajetreada
y los niños riendo. Su tren ya no estaba; solo un rastro de sueños y niebla se desvanecía con la calidez del amanecer.
Marina y Rodrigo se tomaron de la mano, sus rostros jóvenes y sus corazones latiendo al ritmo de
un día nuevo. «Estábamos perdidos, pero nos encontramos», murmuró Marina. Rodrigo asintió con
una sonrisa, sabiendo que mientras tuvieran sus recuerdos y la certeza de su amor, nunca abordarían
ese tren fugaz y sombrío de nuevo.
La vida continuó, con sus días claros y oscuros, pero jamás volvieron a olvidar la luz que les
había guiado de regreso a casa. Con cada amanecer, rendían tributo al recuerdo de aquella noche
en que el último tren a medianoche casi los lleva en un viaje sin retorno en las vías del olvido.
Moraleja del cuento «El último tren a medianoche en un viaje sin retorno en las vías del olvido»
Cuida tus recuerdos, atesóralos como si fueran el ticket de regreso de un viaje sin destino.
En los momentos más oscuros, serán la luz que te guíe y la fuerza que te mantenga en el camino.