Cuento: El vino, la rosa y los buenos sabores del amor maduro

Breve resumen de la historia:

El vino y la rosa: sabores del amor maduro Aquella tarde, la brisa acariciaba suavemente las cortinas de la vieja bodega, danzando en un compás perfecto con el susurro de las hojas del rosal que guardaba la entrada. Clara, la propietaria, examinaba las barricas de roble con la misma ternura que una madre observa a…

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Cuento: El vino, la rosa y los buenos sabores del amor maduro

El vino y la rosa: sabores del amor maduro

Aquella tarde, la brisa acariciaba suavemente las cortinas de la vieja bodega, danzando en un compás perfecto con el susurro de las hojas del rosal que guardaba la entrada.

Clara, la propietaria, examinaba las barricas de roble con la misma ternura que una madre observa a su hijo.

Su mellizo, el pequeño gran rosal, compartía sus años y sus memorias.

La bodega era un reino de sombras y aromas donde Clara había dedicado toda una vida a cultivar el vino más exquisito de la región.

Las copas que servía guardaban más que bebida; eran el néctar de recuerdos y éxitos, de desamores y amistades.

Aquel día, como todos los años en la fecha de su nacimiento, Clara caminó hacia el rosal y cortó la rosa más hermosa, la más roja y fragante, como un ritual de agradecimiento a la vida, al trabajo y al amor. Sin embargo, esa tarde, una sombra diferente se dibujó contra la luz del atardecer.

Bernardo, un enólogo reputado, de cabellos como hilos de plata y mirada que destilaba la sabiduría de los años, había oído hablar del vino de Clara y había viajado miles de kilómetros para conocer la magia de su bodega.

El primer encuentro entre ambos fue un choque de aromas y sabores, de miradas cómplices y palabras meditadas.

«¿Cuál es el secreto de tu vino, Clara?», inquirió Bernardo con una voz que parecía arrullar las mismas barricas.

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—»El secreto,» —susurró ella, llevando una copa a sus labios— «no está solo en las uvas ni en el roble de estas barricas. Está en el tiempo y en el amor que se deja fermentar con ellos.» —Clara ofreció otra copa a Bernardo.

Los días siguieron su curso, y cada jornada Bernardo aprendía más del vino y de Clara.

Descubría las notas de caramelo en la bebida y el destello de pasión en sus ojos castaños.

Notaba la suavidad del vino joven y la firmeza de una mujer que había madurado junto a su obra.

Los atardeceres se convirtieron en su lienzo, pintando confidencias entre porciones de realidad y sorbos de fantasía.

Las rosas del jardín de Clara empezaron a tener un significado especial para Bernardo, como si cada pétalo tratase de decirle un secreto al oído.

Una noche, mientras la luna llena era testigo de su lento caminar por el viñedo, Bernardo confesó algo que había estado fermentando en su interior desde que cruzó la entrada custodiada por rosas.

—»Clara, este lugar tiene una magia que trasciende el vino. Tiene el aroma de la vida y la textura del tiempo. Pero hay algo que me inquieta más que el misterio de tus barricas…»

—»¿Y qué es, Bernardo?» —Preguntó Clara, mientras un brillo de curiosidad se reflejaba en sus ojos.

—»Es el sabor de un amor que, estoy convencido, ha estado madurando aquí, dentro de estos muros, esperando ser descubierto y saboreado como tu mejor vino.»

Clara, emocionada y sorprendida, no pudo más que sonreír, permitiendo que la luz de la luna iluminara una lágrima que resbalaba como gota de rocío por su mejilla.

La primavera anunció su llegada con un manto de flores y un aire renovado, impregnando de vida cada esquina del viñedo. La relación entre Clara y Bernardo florecía al mismo ritmo; cada día, un capullo nuevo; cada semana, una historia más en su racimo de momentos juntos.

Una tarde de otoño, mientras el sol comenzaba a ocultarse y el cielo se teñía de colores cálidos, Bernardo propuso un paseo entre las viñas.

El crujir de las hojas secas bajo sus pasos parecía aplaudir su andar. Fue entonces cuando Bernardo se detuvo, y extrajo de entre sus ropas una botella con un líquido ámbar y una rosa con los pétalos más perfectos y fragantes que jamás había visto.

—»Clara,» —comenzó con voz temblorosa— «he guardado esta botella para un momento único. Es un vino que elaboré pensando en el amor que hemos cultivado, y en cada pétalo de esta rosa, he dejado caer un motivo por el que deseo pasar el resto de mis días contigo.»

El viento jugueteaba con sus cabellos mientras Clara aceptaba la propuesta de Bernardo, sellando su compromiso con un brindis que resonó entre las uvas y los ecos del pasado, un brindis por la promesa de un futuro juntos.

El amor maduro de Clara y Bernardo, al igual que su vino, se enriqueció y suavizó con el tiempo, demostrando que nunca es tarde para que dos almas se encuentren y decidan compartir la cosecha de sus vidas.

Moraleja del cuento El vino y la rosa: sabores del amor maduro

Así como el buen vino se elabora con paciencia y se saborea con sabiduría, el amor maduro crece en la serenidad de los días y florece con el delicado toque del tiempo compartido.

Los corazones que late en armonía encuentran en los detalles más sutiles, como en una rosa o una copa de vino, la esencia de una felicidad duradera.

Abraham Cuentacuentos.

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