Encuentros furtivos en pasajes ocultos del castillo que despiertan pasiones regias
En un reino muy distante, donde los árboles susurraban historias y los ríos cantaban melodías, se erigía el
majestuoso castillo de Aeloria, una fortaleza de altas torres y muros de piedra bañados por el sol poniente.
Sus salones estaban adornados con tapices que relataban las gestas de antiguos héroes y las vidrieras teñían
de colores el ambiente, creando una atmósfera casi mágica.
Entre las sombras tejidas de misterio y esplendor, vivía la princesa Elara, cuya belleza estaba a la par de su inteligencia y bondad.
De ojos tan profundos como el océano y cabellos que rivalizaban con la noche más estrellada, tenía una curiosidad insaciable que la impulsaba a descubrir todos los secretos de su hogar.
Su padre, el rey Thalos, un hombre justo y gentil, estaba preocupado por su única hija.
Deseaba para ella un compañero valiente y sabio que pudiese acompañarla en sus aventuras y desventuras.
Elara, sin embargo, no tenía prisa en encontrar el amor, pues en su corazón ardía la pasión por el conocimiento y la exploración de aquellos pasajes ocultos dispersos por el castillo.
Una noche, cobijada bajo el manto del silencio, Elara descubrió una puerta disimulada detrás de un tapiz que ilustraba la luna y las estrellas.
Empujándola suavemente, dio paso a un corredor estrecho y oscuro que serpenteaba entre las entrañas de la fortaleza como una vena olvidada.
Allí comenzó su andar sigiloso, encendiendo una vela para guiar sus pasos.
Mientras tanto, en los confines del reino, vivía un joven herrero de gran talento llamado Erlen. Forjaba aceros dignos de reyes y con su ingenio había creado mecanismos que defendían el castillo de invasores.
Aunque no lo sabía, su destino estaba a punto de cruzarse con el de la princesa, pues una noche, la curiosidad lo llevó a explorar un pasaje secreto que encontró mientras reparaba una grieta en el muro del castillo.
Los pasos de Erlen y Elara, guiados por la fuerza del destino, convergieron en una antigua sala oculta.
Los ojos de la princesa se encontraron con los del joven herrero, y en ese instante, algo dentro de ellos cambió.
Compartieron historias, sueños y risas hasta que las primeras luces del alba comenzaron a colarse por las grietas de la estancia.
Cada noche, en aquellos encuentros clandestinos, se tejieron promesas de amor y complicidad.
Erlen mostraba a Elara sus inventos y juntos imaginaban mundos nuevos.
A su vez, Elara le enseñaba sobre las estrellas y los antiguos libros de la biblioteca real que había estudiado desde niña.
Sin embargo, el secreto de sus encuentros no duraría eternamente.
Las murmuraciones entre los sirvientes del castillo y el cuchicheo de las damas de compañía comenzaron a formar un ecosistema de sospechas alrededor de la princesa.
Una noche, mientras el rey Thalos caminaba inquieto por los pasillos, escuchó voces provenientes del mismo antiguo tapiz que ocultaba el pasaje secreto.
Con mano temblorosa, reveló la entrada y avanzó por la senda que su hija y el herrero habían recorrido tantas veces.
Al ingresar a la sala, la sorpresa inundó su rostro al ver a Elara y a Erlen juntos, sumergidos en planos y pergaminos.
El enojo inicial del rey se transformó en curiosidad al escuchar sus ideas y ver la pasión que ambos compartían por el conocimiento y la mejora del reino.
«¿Sabéis?», comenzó el rey con voz calmada, «un reino no solo necesita de valientes guerreros o sabios consejeros, también necesita corazones valientes que se atrevan a soñar y a construir un futuro.» El alivio y la felicidad envolvieron la sala, mientras padre e hija se fundían en un abrazo.
Erlen fue nombrado Creador Real y trabajó codo a codo con los más destacados ingenieros del reino. Las invenciones que surgieron
de la combinación de su talento y la visión de Elara llevaron a Aeloria a una era de prosperidad nunca antes vista.
El amor entre Elara y Erlen floreció como las rosas en primavera.
Finalmente, con la bendición del rey, celebraron una boda que unió no solo sus corazones sino también el pueblo y la nobleza en una fiesta que duró siete días y siete noches.
La música resonó a través de los pasillos, llenando cada rincón del castillo con alegría y esperanza.
Las leyendas de aquellos eventos serían contadas a través de las generaciones, y los tapices que una vez mostraron antiguas hazañas, ahora retrataban la valentía de la princesa y el herrero en su aventura más grande: el amor y la unión de su pueblo.
Así, Aeloria se convirtió en un lugar donde las barreras entre lo posible e imposible se desvanecían, y donde la pasión podía encontrar su camino aún en los más escondidos corredores del corazón.
Las noches volvieron a ser testigo del murmullo de los enamorados, pero esta vez, los pasajes secretos servían para escapar juntos a observar las estrellas y a soñar con un futuro donde cada persona en el reino tendría la oportunidad de mostrar su valor y sus talentos.
Y si alguna vez paseáis cerca de Aeloria bajo el cielo estrellado, escuchad con atención, pues quizás podáis oír las risas y los sueños de Elara y Erlen, dos almas eternamente entrelazadas que enseñaron a su gente que el amor, la curiosidad y el valor, son los pilares de un reino perdurable.
Moraleja del cuento «Encuentros furtivos en pasajes ocultos del castillo que despiertan pasiones regias»
En el silencio de los pasadizos escondidos y en la luz tenue de las velas se encuentra la fortaleza de dos corazones, el amor verdadero se construye en la complicidad de los sueños y la valentía de romper con lo establecido.
Así, como las estrellas guían a los navegantes en las noches oscuras, la pasión altruista guiará a los amantes hacia un destino compartido de prosperidad y felicidad.
El valor de ser uno mismo y encontrar en otro no solo amor sino también un compañero de vida es el tesoro más grande que el destino puede ofrecer.
Abraham Cuentacuentos.