Encuentros inesperados en la biblioteca olvidada
El aire estaba cargado con el aroma de libros antiguos, y cada estante susurraba historias de siglos pasados.
La biblioteca, un escondite entre las ruidosas calles de la ciudad, era un refugio para aquellos que buscaban tranquilidad en las tardes de otoño.
Y allí, bajo la cálida luz de una lámpara de lectura, se encontraba Valeria, con sus ojos castaños sumidos en las páginas de un libro de poesía.
Valeria, de dieciséis años, tenía el cabello como la miel derretida, largo y liso, que contrastaba con el azul pálido de su suéter.
Estaba siempre inmersa en universos de palabras, ajena al bullicio adolescente de su entorno.
Su carácter sereno y su aguda inteligencia la hacían destacar, aunque ella prefería no ser el centro de atención.
Frente a ella, en una mesa escondida tras una pila precaria de tomos olvidados, estaba Alejandro, de diecisiete años, con un semblante pensativo y el ceño levemente fruncido.
Él también amaba los libros, pero más aún, los enigmas de las matemáticas y las partituras de música clásica.
Su cabello negro estaba siempre desordenado, y sus ojos verdes parecían guardar secretos de otros mundos.
Aquel día, un libro particular llamó la atención de Valeria, un pequeño tomo de tapas desgastadas que parecía haber vivido mil vidas.
Mientras lo abría con la delicadeza de quien desempolva un tesoro, una fotografía cayó al suelo, interrumpiendo el silencio habitual.
—Discúlpame —murmuró Alejandro, acercándose para recoger la fotografía. Sus manos rozaron las de Valeria, y en ese instante, ambos sintieron un destello de electricidad que no podían explicar. Su mirada se cruzó, y algo indecible se transmitió entre ellos.
—No te preocupes, gracias —respondió Valeria, sintiendo cómo sus mejillas se tiñan de rojo. Ella tímidamente aceptó la fotografía que mostraba la biblioteca, unos cincuenta años atrás, una cápsula del tiempo en blanco y negro.
—¿Siempre vienes aquí? —preguntó Alejandro, curioso al ver a alguien más que compartía su amor por aquel santuario de libros.
—Sí, es mi lugar favorito en todo el mundo —Valeria sonrió con suavidad—. Puedes sentir las historias respirar en estos muros.
—Las paredes llenas de sabiduría —Alejandro asintió, y sin pensarlo mucho, agregó—: ¿Te gustaría compartir esta sabiduría conmigo algún día? Digo… como en leer juntos.
Los días se sucedían y, poco a poco, aquellos encuentros se convirtieron en citas regulares. Valeria y Alejandro descubrían mundos, solucionaban misterios y debatían ideas, todo ello en medio de susurros respetuosos hacia la biblioteca que les servía de refugio.
Un atardecer, mientras la luz dorada se filtraba a través de las altas ventanas, Alejandro compartió con Valeria su más preciada composición musical, un delicado piano que hablaba de estrellas y destinos cruzados.
—Es hermoso —dijo Valeria, sus ojos reflejando el brillo de una lágrima contenida—. Tu música, es como si tradujera sentimientos en melodías.
—Esa es la idea —respondió Alejandro, permitiéndose por un momento ver en los ojos de Valeria su propio reflejo emocional—. Cada nota es parte de un sentimiento, quizás de alguien que es muy importante para mí.
Con el tiempo, la compañía mutua creó un vínculo que iba más allá de la afinidad por la literatura y la música.
Compartían miradas que duraban segundos eternos, y sonrisas que decían más que mil palabras.
Una tarde, enviados por un golpe de osadía, se encontraron en la sección más recóndita, entre estantes polvorientos y el secreto aroma a añejos pergaminos.
Valeria tomó la mano de Alejandro y le condujo a un escondite que sólo ella conocía: una pequeña claraboya que revelaba el cielo azul arriba.
—¿Sabes? —empezó Valeria, su voz apenas un susurro—. A veces creo que los libros son como las estrellas. Guían, iluminan y a veces, te hacen encontrar a alguien especial.
—Estoy completamente de acuerdo —respondió Alejandro, su corazón latiendo al compás del de ella—. Y nunca pensé que entre páginas y partituras, podría encontrarte a ti.
El viejo reloj de la pared marcó el cierre de la biblioteca, pero ellos apenas se dieron cuenta. En ese pequeño universo bajo la claraboya, el tiempo parecía haberse detenido.
—Deberíamos irnos —dijo Alejandro finalmente, aunque su voz denotaba la más pura de las reluctancias.
—Sí, pero regresaremos —afirmó Valeria, con una certeza que resonaba en su corazón.
Cuando la biblioteca cerró por renovaciones, Valeria y Alejandro llevaron su aventura a parques, cafeterías y galerías. Pero nunca olvidaron el inicio de todo: la biblioteca olvidada donde los libros los unieron y donde se prometieron, entre susurros y anaqueles, un futuro juntos.
El invierno pasó y dio paso a la primavera, reflejando en la naturaleza el florecer de su amor.
El día en que la biblioteca reabrió sus puertas, estrenada como un santuario renovado de conocimiento y encanto, Valeria y Alejandro acudieron de la mano, listos para continuar escribiendo su historia en aquel lugar donde se descubrieron por primera vez.
—Recuerdas —dijo Valeria mientras contemplaban la nueva sala de lectura—, cuando te pregunté si querías compartir esta sabiduría conmigo?
—Lo recuerdo cada día —Alejandro la miró con ternura—. Y cada día, descubro que hay más sabiduría en tu sonrisa que en todos los libros de esta biblioteca.
Se aproximaron a la vieja sección, donde todo había comenzado, y encontraron que la claraboya había sido conservada, como un tesoro.
La luz del sol bañaba el mismo rincón secreto, haciendo brillar aún más el lazo invisible que los unía.
Y así, en un banco cercano a esa ventana al cielo, compartieron promesas y susurros, risas y miradas, en un encuentro inesperado que duraría toda la vida.
Moraleja del cuento Cuentos de amor: Encuentros inesperados en la biblioteca olvidada
El amor, como los libros, espera ser descubierto en los rincones más quietos e inesperados.
Cada capítulo de nuestras vidas puede ser el inicio de un encuentro destinado a convertirse en una eterna historia, escrita con la tinta de experiencias compartidas y la pasión por descubrir juntos nuevos mundos.
Abraham Cuentacuentos.