La bruja y el castillo de las sombras danzantes en la colina
En una colina envuelta en misterio, se alzaba un antiguo castillo, al que los habitantes del pequeño pueblo de San Pedro llamaban «El Castillo de las Sombras Danzantes». Este nombre surgía de la extraña forma en la que las sombras parecían moverse y retorcerse durante la noche, justo cuando la luna llena se alzaba en el cielo. Los niños contaban historias terroríficas sobre el lugar y los adultos evitaban siquiera mirarlo, pues decían que estaba embrujado.
En esa colina vivía, desafiando las supersticiones, una joven llamada Isabel. Era conocida por su belleza inusitada: su cabello era más negro que la noche sin estrellas y sus ojos, un profundo verde esmeralda, reflejaban una inteligencia avasallante. Pero además de su encanto físico, Isabel poseía un don peculiar: podía sentir las energías a su alrededor y percibir lo que otros no podían ver. Los aldeanos la llamaban «bruja» en susurros furtivos, aunque nadie se atrevía a decírselo en su cara.
Una mañana, Isabel se encontraba en el mercado del pueblo, comprando hierbas frescas para sus pociones y remedios. El bullicio habitual del mercado cesó abruptamente cuando un hombre alto y delgado, con ropas que parecían haber visto tiempos mejores, se acercó. Su nombre era Manuel, un herrero del pueblo, y había venido a pedir la ayuda de Isabel.
—Isabel, necesito tu ayuda —dijo sin rodeos, su voz cargada de preocupación—. Mi hija, Lucía, está muy enferma. Los médicos no han podido hacer nada por ella y temo que… temo que voy a perderla.
Isabel miró a Manuel a los ojos y, sin pensarlo dos veces, respondió con firmeza:
—Llévame a verla.
Cuando llegaron a la casa de Manuel, Isabel fue conducida a una pequeña habitación donde Lucía yacía en la cama. Su piel tenía un tono pálido y sus ojos estaban cerrados, como si estuviera sumida en un sueño profundo del que no podía despertar. Isabel se acercó y tomó la mano de la niña, sintiendo una energía oscura y densa que la envolvía.
—Hay magia negra en esto —murmuró Isabel para sí misma. Luego, con voz más fuerte, dijo—: Manuel, necesito investigar más. Esta noche viajaré al castillo en la colina. La respuesta está allí.
Manuel, aunque aterrorizado por la idea, asintió en silencio. Al caer la noche, Isabel se preparó para su peligrosa misión. Sabía que el castillo no era un lugar cualquiera. Las leyendas hablaban de una poderosa bruja llamada Belinda, que hace muchos años vivía allí y practicaba las artes oscuras. Nadie sabía qué había sido de ella, pero el aura del lugar dejaba claro que algo sobrenatural persistía.
Camino al castillo, el viento soplaba con una fuerza inusitada, como queriendo desviar a Isabel de su objetivo. Al llegar, la puerta principal, hecha de antigua madera de roble, se abrió con un crujido escalofriante. Isabel entró, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. La atmósfera estaba cargada de una opresiva oscuridad y el aire olía a humedad y polvo.
De pronto, las sombras comenzaron a moverse, danzando a su alrededor. Isabel no se dejó intimidar. Confiada en sus conocimientos, encendió un pequeño farol que llevaba consigo y recitó un conjuro para ahuyentar a los espíritus malignos. Las sombras se retiraron, temerosas de su poder, abriéndole paso hacia el fondo del castillo.
Las escaleras de piedra la llevaron hasta una cripta subterránea, donde halló un viejo grimorio con la firma de Belinda. Al abrirlo, más sombras surgieron, pero Isabel estaba preparada. Encendió una vela de cera pura y roció sal alrededor de sí misma, creando un círculo de protección que las sombras no pudieron atravesar.
—¿Qué buscas aquí? —una voz resonó desde las paredes frías del castillo.
Isabel levantó la mirada y vio una figura espectral: la propia Belinda. Sus ojos estaban llenos de siglos de sabiduría y malevolencia contenida, y su silueta parecía flotar en el aire, etérea como una nube de invierno.
—Busco la cura para una niña enferma —respondió Isabel con valentía—. Sé que tú eres la causa de su mal.
Belinda sonrió con desdén, pero algo en su expresión cambió al ver la determinación en los ojos de Isabel. La joven desató el lazo que ataba unas hojas de eucalipto, las arrojó al fuego y pronunció palabras de poder que obligaron al espectro a retroceder.
—Mujer necia, puedo acabar contigo ahora mismo, pero veo en ti algo especial. Un poder que podría ser mi legado —dijo Belinda, su voz menos amenazante y más reflexiva.
—No quiero tu poder, solo quiero salvar a Lucía —Isabel replicó con firmeza.
Belinda observó a Isabel por un largo momento antes de tomar una decisión. Extendió su mano espectral y el grimorio empezó a brillar con una luz cegadora. Isabel cerró los ojos y, cuando los abrió, el grimorio se había transformado en un libro de medicina herbolaria. La maldición de la niña estaba escrita en una página específica, junto con el antídoto.
—Esto es lo que debes hacer —indicó Belinda con una voz que ahora sonaba más sabia que maligna—. Usa estas hierbas en el orden y las cantidades correctas, y la niña se recuperará. Ahora, déjame descansar en paz.
Isabel asintió y, tomando el libro, abandonó el castillo sin mirar atrás. Al llegar al pueblo, Manuel la esperó con los ojos llenos de esperanza y angustia. Isabel se apresuró a preparar el remedio. Con manos expertas, mezcló las hierbas según las instrucciones y administró la poción a Lucía.
A medida que el brebaje surtía efecto, el color regresó a la piel de Lucía y sus ojos se abrieron lentamente. Manuel, con lágrimas en los ojos, abrazó a su hija mientras murmuraba palabras de eterna gratitud a Isabel.
—Gracias, Isabel. Nunca podré pagarte por lo que has hecho por mi familia —dijo Manuel, la emoción inundando su voz.
Isabel sonrió, pero su mirada se desvió hacia la colina donde el castillo seguía erguido. Había enfrentado sus miedos y vencido la oscuridad, y en ese proceso, había encontrado una nueva fuerza dentro de sí misma.
Moraleja del cuento «La bruja y el castillo de las sombras danzantes en la colina»
A veces, los desafíos más oscuros nos confrontan con el poder escondido en nuestro interior. La valentía y la determinación pueden vencer cualquier maldición y traer luz a donde solo había sombras.