La carretera desierta y los espectros que la vigilan
La noche comenzaba a cubrir el suelo con su manto oscuro, despojado de cualquier rastro de luz. Una luna menguante espiaba a las sombras danzantes en los árboles, mientras un viento frío se deslizaba entre las hojas secas. En medio de la vasta oscuridad se encontraba la silenciosa y vieja carretera desierta, custodiada por misteriosas formas que la vigilaban desde siempre.
Lucía, una joven escritora de Madrid, había decidido emprender un viaje hacia el pequeño pueblo de Barranco para asistir al funeral de su abuela. Por más de una hora había conducido, sumida en sus pensamientos melancólicos, dejando que la monotonía del rugido del motor acompañara su tristeza. Conforme avanzaba, el paisaje se hacía más lúgubre, y los árboles parecían inclinarse hacia la carretera, como queriendo susurrar secretos inconfesables.
De repente, una figura apareció en medio de la carretera, y Lucía tuvo que frenar bruscamente. Allí, parado en el umbral de la oscuridad, un anciano con una capa negra la miraba fijamente. El corazón de Lucía latía con fuerza, mientras intentaba discernir si aquel hombre era real o una creación de su mente cansada. Decidió bajar la ventanilla para hablar con él. «¿Está usted bien?» preguntó, con la voz temblorosa.
«Perdóneme, señorita, necesito ayuda,» respondió el hombre, su voz tan antigua como las piedras bajo sus pies. «Me he perdido, ¿podría llevarme al pueblo más cercano?» Lucía, aunque asustada, sintió una extraña simpatía por el anciano y decidió ayudarle. El anciano entró en el coche, y sin más palabras fueron engullidos por el manto nocturno.
El silencio se prolongó incómodo, y Lucía decidió romperlo. «¿Cómo es que se perdió por aquí? Este lugar parece demasiado desolado para encontrarse de casualidad.» El anciano sonrió melancólicamente, sus ojos reflejando una pena profunda. «Hace mucho tiempo, este camino no era desierto. Era una ruta transitada, pero algo terrible ocurrió hace décadas.»
Intrigada, Lucía le pidió que continuara. El anciano comenzó a relatar una historia que helaba la sangre. «Hace más de cincuenta años, una serie de desapariciones misteriosas comenzó. Personas que viajaban por esta carretera, como tú, nunca llegaban a sus destinos. Se decía que el camino estaba maldito, vigilado por espectros que buscaban venganza por un antiguo mal.»
La tensión en el coche aumentaba con cada palabra. Lucía, aunque atemorizada, no pudo evitar sentir una mezcla de compasión y curiosidad por la historia de aquel anciano. «¿Y usted? ¿Cuál es su historia?» El anciano respiró hondo y comenzó a hablar con una voz cargada de tristeza. «Yo fui uno de esos viajeros desafortunados. Mi familia y yo estábamos de camino a una nueva vida cuando fuimos atacados por los espectros. Fui el único sobreviviente, condenado a vagar por este camino en busca de justicia.»
Lucía sintió un escalofrío recorrer su espalda. «¿Qué clase de justicia?» preguntó, intentando mantener la calma. El anciano la miró con ojos llenos de lágrimas. «Necesito llegar al pueblo y encontrar a una mujer que vive allí. Ella es la clave para romper esta maldición.»
Decidida a ayudar, Lucía aceleró el coche, y después de unos kilómetros finalmente vislumbraron las luces del pueblo. Bajaron del coche y se dirigieron a una pequeña casa al final de una calle empedrada. El anciano tocó la puerta con manos temblorosas, y una mujer mayor, de semblante amable, abrió. «Matías,» dijo la mujer con voz temblorosa, «te he estado esperando.»
Los dos se abrazaron mientras Lucía observaba con la sensación de presenciar algo sobrenatural. La amabilidad y el amor entre ellos eran palpables. «Rosario,» dijo el anciano entre lágrimas, «hemos aguardado tanto para este momento. La maldición puede ser rota ahora.»
Rosario asintió y los invitó a ambos a entrar. En el centro de la sala había un altar antiguo, rodeado de velas y extrañas reliquias. «Debemos realizar el ritual,» dijo Rosario con una solemnidad palpable. Lucía observó asombrada cómo comenzaban a entonar una antigua plegaria, y al hacerlo, un aura brillante envolvió la habitación.
Las sombras parecieron retroceder mientras unos espíritus etéreos emergían. Eran los espectros de los viajes malditos, y uno a uno fueron desapareciendo, abdicando su venganza mientras sus almas encontraban reposo. Cuando el último espectro se desvaneció, la luz en la sala se apagó, dejando a todos sumidos en una paz silenciosa.
El anciano Matías volvió a mirar a Lucía, con una expresión de infinita gratitud. «Gracias, Lucía. Sin tu bondad, no habríamos podido liberar estos espíritus.» Lucía sonrió conmovida y sintió que el amor entre Matías y Rosario era una muestra de que en medio del terror, puede florecer la esperanza.
A la mañana siguiente, al despuntar el alba, Lucía partió de Barranco, pero no antes de ser alcanzada por una profunda sensación de cumplimiento. La carretera desierta, ahora bañada por los primeros rayos del sol, parecía transformada. Ya no había sombras siniestras, solo una ruta que conducía hacia un futuro lleno de promesas.
Mientras avanzaba con el coche, Lucía se permitió una última mirada al espejo retrovisor y, por un instante, creyó ver a Matías y Rosario despidiéndose con una sonrisa cómplice. Supo entonces que, a pesar de todo, no había estado sola en aquella aterradora travesía.
Moraleja del cuento «La carretera desierta y los espectros que la vigilan»
Aunque la oscuridad pueda parecer eterna y aterradora, siempre hay luz y esperanza esperando ser descubiertas. La bondad y el amor pueden liberar incluso a las almas más atormentadas, y cada acto de compasión puede transformar el miedo en paz.