La estación del adiós y las despedidas en el andén de un amor partido
Como cada mañana, el sol acariciaba las antiguas baldosas de la estación de tren con su toque dorado y tibio.
En medio de la multitud anónima y ruidosa, se encontraban Claudia y Jaime, cuyas manos aún entrelazadas parecían desafiar el destino que, poco a poco, parecía alejarlos.
Ellos, que en su día habían erigido promesas de eternidad con la misma facilidad con la que se construyen castillos en el aire, ahora se enfrentaban a la ardua tarea de desmantelar sus sueños compartidos con cada palabra no dicha y cada mirada esquiva.
«¿Recuerdas aquella tarde en la loma?», empezó Claudia, con un tono que destilaba nostalgia mientras una brisa suave jugaba con su cabello castaño.
«Nos prometimos ser más fuertes que el tiempo y más valientes que el miedo», dijo, con una sombra de sonrisa en sus labios.
Jaime, con su habitual mirada pensativa detrás de los lentes, asintió en silencio.
«Pero fíjate, aquí estamos», susurró, «en el lugar donde incluso los trenes se despiden».
La ironía de la situación no escapaba a ninguno de los dos; se hallaban en la encrucijada que dividía sus caminos.
Los días previos habían sido un torbellino de discusiones y reconciliaciones pasajeras, donde cada intento por recomponer su vínculo parecía quebrar otro pedazo de lo que alguna vez fue un amor inquebrantable.
Las diferencias, inocuas al principio, habían crecido hasta convertirse en inmensos precipicios.
El suave vaivén de los viajeros iba y venía como olas inquietas.
Entre ellos estaba Lucía, la hermana menor de Claudia, quien observaba la escena a cierta distancia con una mezcla compleja de preocupación y alivio, sabiendo que el amor era a veces liberación, a veces prisión.
Un tren silbó a lo lejos y marcó un eco sordo en el pecho de Jaime.
«Quizás fue un error pensar que podíamos evitar este día», reflexionó él, tocando suavemente el reloj de bolsillo que Claudia le regaló para su primer aniversario.
«No digas eso», interrumpió Claudia, sus ojos brillando con una determinación feroz.
«Cada segundo juntos valió la pena. Pero ahora el reloj marca otra hora, una donde tal vez debamos andar solos.»
En ese preciso momento, el estruendoso ruido de las máquinas comenzó a aumentar, y con él, el inmisericorde paso del tiempo que no se detiene ante corazones afligidos.
«Nuestro amor fue como un tren en marcha», continuó Claudia, «veloz y vibrante al principio, pero nadie se prepara para el final del viaje».
Jaime la miró fijamente, como haciendo un esfuerzo por memorizar cada detalle de su rostro, gravándolo en su memoria para los días de soledad que presagiaba su alma.
«Nunca me arrepentiré de haber subido a este tren contigo», dijo con voz quebrada.
La impotencia se adueñaba del aire, robando el aliento a los presentes.
A su alrededor, la vida continuaba inatenta a la pequeña tragedia del adiós.
Un vendedor de periódicos anunciaba las últimas noticias sin saber que, en ese andén, se redactaba el epílogo de una historia de amor.
«¿Te acuerdas del álbum de fotos que empezamos a llenar?», preguntó Jaime repentinamente. «Deberíamos terminarlo, aunque sea cada uno en su camino».
Claudia asintió, aferrándose a esa breve lucidez en su ola de emociones.
«La última página siempre estuvo en blanco», admitió. «Supongo que es hora de que cada quien dibuje su propio final».
Con sus palabras flotando en un mar de incertidumbre, los altavoces anunciaron la inminente salida del tren.
Entonces, como quien rompe el selló de una promesa sin cumplir, el andén los exhortó a soltarse.
Sus manos se apartaron lentamente, y en ese pequeño gesto, una vida compartida se deshojó, pétalo a pétalo, hasta quedar solo los tallos de lo que una vez fueron.
Lucía se acercó con pasos vacilantes, su presencia un bálsamo silencioso.
«Vendrán días mejores», dijo con ternura, al tiempo que abrazaba a su hermana.
Jaime ofreció una sonrisa triste, «Cuida de ella», le pidió con voz cargada de esperanza y una última mirada que decía más de lo que verían sus ojos en el futuro.
Entonces el tren partió, arrastrando consigo las últimas hebras de una conexión que se desvanecía.
Claudia y Jaime, separados por metros que pronto se convertirían en kilómetros, dieron media vuelta e iniciaron un camino nuevo y solitario, cada uno con una vaga impresión de lo que habían vivido.
Los días se sucedieron con su habitual indiferencia, pincelando de grises y ocres las hojas del calendario, pero Claudia y Jaime no se permitían quedarse atrapados en la melancolía.
Cada uno a su propio ritmo, comenzaron a bordar el lienzo en blanco que el destino les había dejado.
Jaime encontró consuelo en sus libros y en las pequeñas alegrías de los cafés matutinos, mientras que Claudia reencontró la pasión en su arte, llenando de color lo que antes era solo una página en blanco.
Con el tiempo, la estación del adiós se convirtió en un vago recuerdo, una cicatriz casi imperceptible que a veces picaba, pero que ya no dolía.
Y así, en el andén de un amor partido, Claudia y Jaime aprendieron que no todo final feliz implica una reconciliación.
Porque a veces, el final feliz es la paz que llega cuando se aprende a soltar y a amarse a uno mismo, tanto como se amó a otro.
Moraleja del cuento «La estación del adiós y las despedidas en el andén de un amor partido»
El desamor, como todas las estaciones del alma, es solo una parada en el extenso viaje de la vida.
En cada adiós hay un tren que parte, pero también hay un andén desde el cual podemos iniciar nuevos viajes.
Amar y desamar son dos caras de la misma moneda, y en cada giro hay una oportunidad de crecer y de encontrar la verdadera felicidad dentro de uno mismo.
Abraham Cuentacuentos.