La lucha solitaria del gallo de pelea Pedro en un grito contra la violencia y por una segunda oportunidad
Había una vez en la aldea de San Juan de los Morros, un audaz y vibrante gallo llamado Pedro.
Representaba la quintaesencia de la valentía y el orgullo de su especie; dotado de un plumaje que engalanaba su porte con tonos rojos y dorados, y una mirada que reflejaba el ardor del fuego interior que lo impulsaba.
No obstante, su vida no era más que una serie de combates en los que su fortaleza era puesta a prueba, no por su voluntad, sino por la de aquellos que lo habían destinado a ser una máquina de pelea.
Las cicatrices en su cuerpo eran el testimonio silente de las innumerables batallas libradas.
La indómita gama de emociones que afloraban en su pecho, confusión, miedo, ira, contrastaban con la aparente gloria que le otorgaban sus victorias pasajeras. En los momentos de soledad, Pedro soñaba con un cielo sin barreras y un suelo sin sangre.
El destino quiso que un día, cansado de carniceras sin sentido, Pedro encontrara una vía de escape.
Una pequeña ventana había quedado abierta tras el descuido de su dueño. Con una mezcla de esperanza y temor, Pedro se lanzó hacia la libertad que tanto anhelaba.
Su huida no pasó desapercibida, y en cuestión de segundos, el dueño y sus acólitos se dispusieron a capturar al rebelde fugitivo.
—¡No dejaré que me encierres otra vez! —gritó Pedro con un cacareo que despertó a la aldea entera.
En su trepidante carrera, Pedro fue ganando terreno, dejando atrás a sus perseguidores.
Hasta que, exhausto y sin aliento, se encontró en el bosque, en una calma desconocida pero sospechosamente reconfortante.
Allí, en la espesura de la arboleda, lo encontró Lucía, un alma caritativa que dedicaba su vida al rescate de animales maltratados.
Con manos suaves y ojos llenos de compasión, Lucía se agachó hasta Pedro y le dijo con dulzura:
—No temas, amigo mío. Aquí estás a salvo. Te ayudaré a sanar.
La mujer cuidó a Pedro como a uno más de su familia, brindándole la paz y el afecto que nunca había conocido.
Pero la tranquilidad es a menudo un lujo efímero, y la fama de Pedro como luchador había alcanzado rincones que se antojaban distantes y olvidados.
A los pocos días, un grupo de hombres armados con la codicia de aquel que ve fortuna en la fuerza de otro ser, llegó a la puerta de Lucía exigiendo el regreso de su «propiedad».
Por fortuna, Lucía no se amedrentó ante tales amenazas.
—Este animal no es de su pertenencia, es un ser libre y merece respeto. —aseveró con una entereza que dejó sin habla a los hombres.
La confrontación atrajo la atención de los vecinos, quienes, conociendo la nobleza de Lucía y la crueldad de las luchas de gallos, decidieron intervenir.
En un acto de solidaridad sin precedentes, la comunidad se agrupó alrededor de la casa, protegiendo a Pedro y a los otros animales hurtados de aquellos que solo buscaban su beneficio.
Fue entonces cuando Pedro, alzando su cacareo, pareció hablarles a todos con su canto.
Su grito era un llamado a la conciencia, un repudio a la violencia que había marcado su existencia y el anhelo de una vida sin peleas ni sufrimiento.
La presión social y el cariño inesperado de aquel pueblo llevaron a los hombres a retirarse, dejando atrás la oscuridad de sus intenciones.
La leyenda de Pedro se esparció como un himno a la libertad, inspirando a los aldeanos a luchar contra el maltrato animal, convirtiendo a San Juan de los Morros en un referente de respeto y amor hacia todas las criaturas.
La transformación de Pedro fue asombrosa.
De gallo luchador pasó a ser el gallo guardián, protegiendo a sus compañeros, guiándolos con sabiduría y cautela, compartiendo su fortaleza no a través de la violencia, sino a través del ejemplo de coraje y resiliencia.
Con el tiempo, Lucía y Pedro se convirtieron en símbolos vivientes de la esperanza.
El refugio creció y se convirtió en un santuario, donde los rezagados de la crueldad encontraban un hogar.
Pedro, bajo el ala amorosa de Lucía, desplegó sus alas no para pelear, sino para abrazar una vida en la que cada amanecer era un regalo y cada compañero, una familia.
Las historias de Pedro y su valentía se contaban en las noches estrelladas, cuando el silbido del viento acompañaba las palabras de Lucía:
—Cada ser tiene una luz dentro, un potencial sin fin para el amor y la bondad. —decía al finalizar cada relato.
Así, el gallo que había nacido para pelear, murió en paz, rodeado de cariño y respeto, dejando una estela de esperanza en aquellos que tuvieron el privilegio de conocer su lucha.
Su legado, como semilla plantada en terreno fértil, germinó en las almas de todos, enseñando que la verdadera batalla no estaba en un ruedo, sino en el corazón de la humanidad, luchando cada día por ser un poco más compasiva y justa.
Moraleja del cuento «La lucha solitaria del gallo de pelea Pedro»
La dignidad de un ser no se mide en su capacidad de dominio o sumisión, sino en la profundidad de su compasión y en el reconocimiento de su derecho a vivir libre de dolor y sufrimiento.
Podemos elegir entre ser parte de un ciclo de violencia o un eslabón de cambio hacia la empatía y el respeto.
La historia de Pedro nos enseña que cada voz cuenta y que incluso la lucha más solitaria puede despertar una revolución de amor y sanación.
Abraham Cuentacuentos.