La luna que quería ser sol
En las noches más serenas, cuando los pensamientos flotan sin rumbo y el silencio parece contener suspiros, la luna miraba el cielo y deseaba no ser ella misma.
Suspiraba por un calor que no tenía, por una luz que no era la suya.
No era tristeza, exactamente.
Era ese tipo de anhelo suave que se cuela cuando uno se compara con lo que brilla distinto.
La luna, plateada y serena, surcaba los cielos con paso pausado, acariciando con su reflejo las copas de los olmos y las olas somnolientas del mar.
Sus ojos —si es que los astros tienen ojos— estaban llenos de preguntas.
Su voz, apenas un murmullo que las estrellas más cercanas escuchaban cada noche.
—Si tan solo pudiera brillar como él —decía, refiriéndose al sol—, con ese fulgor cálido que despierta la vida. Yo solo acompaño sombras…
Las estrellas, que salpicaban el cielo como pensamientos luminosos, le respondían siempre con cariño:
—Eres la guía de los que se pierden. La calma de los que duermen. No hay noche sin ti.
Pero la luna no escuchaba del todo. Su deseo de ser otra cosa era más grande que las palabras de afecto.
Una noche, mientras su luz rozaba las montañas con timidez, un cometa pasó silbando entre nubes altas.
Era un viajero inquieto, de esos que no se quedan mucho tiempo en ningún cielo.
Al ver a la luna tan callada, se detuvo un instante.
—¿Por qué esa melancolía en una figura tan hermosa? —preguntó con una voz que parecía crepitar entre hielo y fuego.
—Quiero ser como el sol —respondió ella sin rodeos—. Calentar. Iluminar. Ser motivo de sonrisas en lugar de suspiros.
El cometa la observó unos segundos y luego dijo:
—No todos deben arder para ser importantes. Tú inspiras los sueños. Sin ti, el cielo estaría vacío la mitad del tiempo.
La luna bajó la mirada.
No era suficiente.
No para su corazón repujado de dudas.
En la tierra, un humilde artesano de espejos llamado Lucio notó que la luna había perdido parte de su brillo habitual.
Vivía en un pueblo pequeño donde los techos eran de teja roja y el tiempo parecía medirse por el ritmo de las estaciones.
Su taller olía a madera barnizada, polvo de vidrio y paciencia antigua.
—Algo le pasa a nuestra luna —dijo una noche mientras pulía un espejo con movimientos circulares—. Ya no baila sobre el agua como antes.
Su aprendiz, una muchacha de unos dieciséis años, ojos vivaces y risa que sonaba a campanas, levantó la mirada del banco de trabajo.
—He oído historias, maestro… dicen que la luna guarda deseos que solo las estrellas conocen.
—¿Y qué podríamos hacer nosotros con eso? —preguntó Lucio, más intrigado que escéptico.
Elina, que era más corazón que duda, respondió sin dudar:
—Mostrarle quién es. Si ella no ve su propia belleza, tal vez podamos ayudarla.
Y así, decidieron construir el espejo más perfecto jamás creado.
Uno que pudiera devolver no solo una imagen, sino una verdad.
Forjaron el espejo con cuidado reverente, como si moldearan un secreto.
Fundieron vidrio con la delicadeza de quien sopla una burbuja que no quiere romperse, y trataron la plata como si fuera seda líquida.
Cada noche, mientras la luna pasaba, ellos trabajaban.
Elina dibujaba con carbones bocetos de formas curvas, inspiradas en la silueta lunar.
Lucio se detenía a mirar el cielo en silencio antes de cada corte, como si buscara consejo en las constelaciones.
Cuando por fin lo terminaron, lo colocaron en lo alto de una colina, justo donde la luna se reflejaba cada noche en el lago.
Pero esta vez, no sería el agua quien la mirara.
Sería su propia esencia, devuelta con fidelidad perfecta.
Esa noche, la luna sintió algo distinto.
No un tirón, ni un llamado.
Más bien una curiosidad suave, como quien escucha su nombre entre la brisa.
Bajó un poco más de lo habitual y vio, en la tierra, un círculo de luz que no parecía fuego ni farol.
Intrigada, descendió hasta que su rostro quedó justo sobre la superficie del espejo.
Y entonces se vio.
Por primera vez sin el filtro del mar, sin la distorsión del viento ni la opinión de las estrellas.
Allí estaba: su contorno suave, su luz blanca sin sombra, sus cráteres como huellas del tiempo, no defectos.
Se quedó quieta, como si el mundo se hubiera detenido.
—¿Es esta mi luz? —susurró.
Las estrellas, desde sus rincones, titilaron como un coro lejano:
—Sí. Y siempre lo ha sido.
Una emoción inesperada la recorrió, como un río subterráneo que brota sin avisar.
De sus ojos invisibles cayó una lágrima luminosa, que atravesó la atmósfera convertida en una lluvia de meteoritos.
Los niños del pueblo salieron de sus casas a mirar al cielo y sus rostros se llenaron de asombro.
En la colina, Elina levantó la cabeza.
—Mira, maestro… está sonriendo.
Y así era. La luna sonreía.
No como el sol, ni como nadie más.
Sonreía a su manera: con una luz suave, como caricia, como arrullo de madre o canción que se tararea sin pensar.
Desde entonces, algo cambió.
La luna no dejó de querer al sol, pero dejó de querer ser él.
Comprendió que su forma de alumbrar era distinta, no menor.
Su luz no despertaba cosechas, pero calmaba a los que lloraban en la noche.
No derretía la nieve, pero hacía brillar la escarcha.
Su reflejo no quemaba, pero iluminaba caminos en medio de la incertidumbre.
Lucio y Elina, al ver lo que habían logrado, no dijeron nada.
Solo se miraron con ojos cómplices y siguieron creando espejos, ahora con un nuevo propósito: enseñar a ver lo invisible en uno mismo.
La luna, por su parte, empezó a escribir con luz sobre los tejados, en un idioma que solo los atentos podían leer:
«Brillar no es competir. Es aceptar la forma que tiene tu propia luz.»
Con el paso de las estaciones, la luna no solo recuperó su resplandor; lo transformó.
Ya no era la luz que se escondía entre dudas, sino la que abrazaba su singularidad.
Su brillo no era más intenso, pero sí más claro.
Se había reconciliado consigo misma.
Los animales nocturnos ajustaron sus rutas, los poetas comenzaron a escribirle con renovado fervor y hasta los mares parecían moverse con una cadencia distinta, como si respondieran a un ritmo más armonioso.
El cometa regresó una última vez.
Pasó cerca y, sin detenerse, dejó caer una estela suave como un susurro:
—Ahora sí, eres más luna que nunca.
Ella no contestó.
Solo giró un poco, como si danzara.
Su silencio era el de quien ya no necesita explicarse.
Abajo, en el pueblo, el espejo seguía en su colina.
La gente subía a mirarlo no para verse a sí misma, sino para recordar.
Elina, que con el tiempo se convirtió en una gran artesana, enseñaba a sus aprendices no solo a trabajar el vidrio, sino a entenderlo.
—Un buen espejo —decía— no refleja la apariencia. Refleja la verdad.
Lucio envejeció con la calma de los que han cumplido una tarea importante.
Nunca volvió a hablar con la luna, pero cada vez que subía la colina, dejaba una flor bajo el marco del espejo y murmuraba:
—Gracias por enseñarnos lo que nunca supimos decirnos.
Una noche, durante un eclipse, la luna y el sol se cruzaron en el cielo.
Nadie supo qué se dijeron en ese breve instante, pero muchos sintieron una paz extraña, como si el universo se hubiera abrazado a sí mismo.
Desde entonces, cuando los niños del pueblo preguntaban por qué la luna brillaba así, se les contaba la historia de cómo quiso ser sol… y terminó siendo más luna.
Y en las noches de plenilunio, cuando su luz se derrama sobre los campos y las aguas, algunos aseguran que aún se ve un destello que no viene del cielo, sino del interior de ella misma.
Moraleja del cuento de la luna y el sol que acabas de leer
Este tipo de cuentos sobre la luna para adultos y jóvenes nos narran como la verdadera belleza surge cuando aprendemos a vernos sin comparaciones, sin filtros, sin miedo.
Como la luna, cada ser tiene una luz distinta y necesaria.
No existe un solo modo de brillar.
Aceptar lo que somos no nos aleja de los demás, nos acerca con autenticidad.
Y en ese reconocimiento, encontramos la paz de sabernos, por fin, completos.
Ninguna luz es menor, cada una tiene su propósito y poder.
Así como la luna encontró su esplendor a través del amor propio, también nosotros podemos aprender a valorar y amar quien somos, porque en la aceptación de nuestra naturaleza única, radica el verdadero poder que ilumina no solo nuestras vidas sino también las de quienes nos rodean.
Abraham Cuentacuentos.