La luna que quería ser sol
En un reino lejano e invisible a los ojos humanos, vivía una luna que anhelaba ser sol.
Su reflejo plateado acariciaba las frondosas copas de los árboles antiguos y las crestas inquietas de los mares, mas ella soñaba con decorar el cielo con tonos dorados y cálidos.
«Oh, si solo pudiera ser como el sol, y brindar luz y calor a todos,» se decía a menudo en sus conversaciones con las estrellas, sus confidentes nocturnas.
Cada estrella le respondía con cariño, venerando la belleza serena que la luna poseía, y la paz que su presencia traía al mundo.
Pero la luna, con su corazón repujado por anhelos, no lograba escuchar.
Un día, un cometa errante escuchó los suspiros de la luna y decidió aproximarse curioso.
«¿Por qué de tan dulce semblante emana tanta melancolía?» preguntó el cometa, dejando tras de sí un rastro brillante.
«Quiero ser como el sol, su luz y su calor son tan preciados en este vasto universo,» respondió la luna con un deje de tristeza.
«Pero, querida luna, tu luz plateada guía a los navegantes perdidos y tus ciclos marcan el paso del tiempo. Eres tan preciada como el sol,» replicó el cometa con una voz que parecía tejida de hielo y fuego.
A pesar de estas palabras, la luna no se convencía.
Así pasaron los días y las noches, con la luna perdiendo poco a poco el brillo que caracterizaba su elegancia nocturna.
En el mundo de los humanos, un artesano de espejos llamado Lucio notó el cambio en el brillo lunar.
«¿Qué le ocurrirá a nuestra luna que parece tan opaca?» cuestionó mientras pulía cuidadosamente un espejo destinado a reflejar la belleza del mundo.
Su aprendiz, una joven de ojos vivaces y risa fácil llamada Elina, se aproximó curiosa.
«Maestro, escuché una antigua leyenda que habla de los deseos ocultos de la luna. Tal vez, su luz menguante sea un reflejo de algún deseo insatisfecho.»
«Entonces, ¿qué podemos hacer?» Lucio frunció el ceño, preocupado.
«Hagamos lo que mejor sabemos, maestro. Creemos un espejo tan perfecto que pueda mostrarle a la luna la belleza de su propia reflección,» propuso Elina con optimismo.
Trabajaron noches enteras, fundiendo el vidrio, tratando la plata, hasta que tuvieron delante el espejo más hermoso que ojos alguno podría ver. Lo colocaron al centro del pueblo, esperando la llegada de la noche.
La luna, intriga por aquel brillo proveniente del mundo mortal, decidió mirar de cerca.
En el espejo, vio su rostro reflejado como nunca antes lo había hecho.
La pureza de su blanca luz, la suavidad de su carácter, todo estaba allí, sin falta ni exceso.
«¿Es acaso esta mi verdadera luz?» cuestionó en voz baja, casi un murmullo temeroso de quebrar la magia del momento.
«Sí,» le susurraron las estrellas con un coro de voces chispeantes. «Eres nuestra luna, único y magnífico es tu resplandor.»
El cometa pasó de nuevo, esta vez con una sonrisa astuta. «Ahora, querida luna, ¿comprendes el valor de tu propia luz?»
Una lágrima de alegría se desprendió de la luna, convirtiéndose en una lluvia de meteoritos al tocar la atmósfera terrestre.
Con una risa más clara que el cristal, la luna abrazó su esencia.
Desde aquel día, el resplandor de la luna fue más luminoso que nunca.
Humanos, animales y seres de reinos desconocidos, todos notaron el cambio y agradecieron su luz.
Elina y Lucio observaron el firmamento y supieron que el espejo había cumplido su función.
«Nosotros también debemos aprender de la luna,» reflexionó Elina. «Celebrar nuestras luces y sombras, porque juntas, forman quien somos.»
«Así es, cada uno es único y lleno de belleza,» asintió Lucio, con una sonrisa que reflejaba la sabiduría de muchos años y el corazón de un aprendiz eterno.
La luna seguía dialogando con las estrellas, pero ahora sus charlas eran alegres y llenas de gratitud.
«Gracias,» le decía a cada estrella que le recordó su luz durante sus momentos de duda.
El cometa, al ver que su tarea fue cumplida, continuó su viaje, llevando historias de amor propio por los rincones más lejanos del cosmos.
Y así, la luna comprendió que su luz era diferente pero igual de necesaria.
Brindaba serenidad y encanto en la oscuridad, como el sol abrazaba al mundo en un cálido resplandor en el día.
Ambos celestiales, sol y luna, acordaron danzar en el cielo, revelando que en la aceptación y el amor propio se encuentra la verdadera fuerza que ilumina cada existencia.
El pueblo bajo el cielo estrellado prosperó, con el espejo en su centro como un recordatorio perpetuo del descubrimiento de la luna.
Y en la noche, cuando Elina levantaba la vista, sonreía al encontrar la luna devolviéndole su reflejo.
La vida continuó, las estaciones se sucedieron con su habitual indiferencia al transcurso del tiempo, pero el cambio de la luna fue un eco que vibró a través de las edades, enseñando a cada corazón la importancia del amor propio.
En las noches de plenilunio, el reflejo de la plata en el mar era una danza entre dos luces, una celebración de la propia identidad y del respeto por la de los demás.
Y siempre, cuando la luna y el sol se cruzaban al amanecer o al anochecer, se saludaban con respeto y admiración mutua, fundamentos de un amor que empezó consigo mismos y se extendía a toda forma de vida.
Moraleja del cuento La luna que quería ser sol
La historia de la luna que quería ser sol nos enseña que cada uno de nosotros brilla con una luz única.
El camino hacia el reconocimiento del propio valor no siempre es directo ni fácil, pero al mirarnos con honestidad y cariño, podemos ver la belleza y fortaleza que yacen en nuestra esencia.
Ninguna luz es menor, cada una tiene su propósito y poder.
Así como la luna encontró su esplendor a través del amor propio, también nosotros podemos aprender a valorar y amar quien somos, porque en la aceptación de nuestra naturaleza única, radica el verdadero poder que ilumina no solo nuestras vidas sino también las de quienes nos rodean.
Abraham Cuentacuentos.