Cuento de amor propio: «La montaña de los sueños»

Imagina una montaña que no aparece en los mapas. No lleva a ciudades, sino a respuestas. Una cima que no está tan lejos como parece… si sabes mirar bien. Dicen que solo los valientes llegan arriba, pero en realidad, basta con dar un paso. Ideal para jóvenes y adultos.

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Revisado y mejorado el 13/07/2025

Dibujo en acuarela de una mujer sentada rodeada de flores multicolores, frente a una montaña en tonos vibrantes bajo un cielo lleno de nubes coloridas.

La montaña de los sueños

Hay caminos que no aparecen en los mapas.

No llevan a ciudades ni a lugares famosos, pero si los sigues con calma, pueden llevarte muy cerca de ti.

Primera semilla: cuando el inicio es solo un susurro

En uno de esos caminos, escondido entre colinas suaves y campos que huelen a tomillo, estaba el valle.

Un lugar tranquilo, donde las estaciones no se anunciaban: simplemente llegaban.

El tiempo allí no corría, solo pasaba despacio, como si tuviera todo el día por delante.

Las mañanas olían a pan recién hecho y las tardes se llenaban del canto de los pájaros.

Nada urgente.

Nada ruidoso.

En una casa de piedra cubierta de musgo y enredaderas, justo al borde de un arroyo que parecía espejo, vivía Alma.

Era una chica de andar tranquilo, de esas que escuchan más de lo que dicen.

Tenía la piel tostada por el sol y el pelo oscuro recogido en una trenza que nunca se soltaba del todo.

Su mirada era honda, como si guardara preguntas que aún no se había atrevido a hacer.

La conocían por ser amable, trabajadora, y por contar cuentos a los niños cuando anochecía.

Pero dentro de ella había algo que no sabía explicar.

No era tristeza, tampoco miedo.

Era más bien una sensación leve, como una puerta entreabierta, como una nota sin terminar.

Un movimiento que empezaba por dentro y que no sabía hacia dónde quería ir.

Cada vez que se miraba en el agua del arroyo, sentía que algo no encajaba.

No con el mundo.

Con ella misma.

Y aunque nadie más lo notaba, ella sí lo sabía.

Encuentro: el nombre de la montaña

Su reflejo en el arroyo no le devolvía consuelo.

Lo miraba cada mañana, en silencio, esperando reconocerse.

Pero lo que veía le parecía una versión lejana de sí misma.

Había algo que no encajaba.

Los únicos momentos en que esa niebla se disipaba eran los paseos al amanecer.

Salía sola, a veces con una cesta, otras con un libro sin abrir, y hablaba en voz baja a las encinas y a las piedras.

No pedía respuestas.

Solo compañía.

El valle se la ofrecía con gusto.

A lo lejos, más allá de los pastos, se alzaba la Montaña de los Sueños.

No tenía nombre en los mapas, pero todos la llamaban así desde tiempos sin fecha.

Su cumbre se escondía tras nubes persistentes, y su falda estaba cubierta de musgo antiguo y árboles torcidos por el viento.

Pocos la subían.

Algunos por miedo.

Otros por desinterés.

Y otros tantos por no saber que lo necesitaban.

Una tarde, mientras recogía moras en los márgenes del bosque, Alma se detuvo ante una figura encorvada sentada sobre una piedra.

Era un anciano de rostro inexpresivo, con una manta sobre las rodillas y un bastón de fresno apoyado en la tierra.

Miraba hacia la montaña sin parpadear, como si conversara con ella sin usar palabras.

—No es tan alta como parece —murmuró Alma, sin saber por qué lo decía.

—Depende de quién la mire —respondió el viejo, sin apartar la vista—. La montaña de los sueños se adapta a cada viajero. A veces es vertical. Otras, infinita. Y otras… no es más que un espejo mal enfocado.

Sus palabras, lejos de sonar enigmáticas, cayeron con la naturalidad de quien comenta el clima.

Alma se sentó en silencio, a su lado.

No se presentaron.

No hacía falta.

—¿Y qué pasa si uno no sabe qué sueña? —preguntó tras un rato, casi sin pensarlo.

—Entonces es justo cuando debe subir.

El anciano no volvió a hablar, y cuando Alma volvió la cabeza, ya no estaba.

Esa noche, en casa, el vapor del té no consiguió despejar las preguntas que zumbaban dentro de ella.

Su padre, hombre callado y de manos agrietadas, la observó con una ceja alzada.

—Estás muy callada hoy.

—He visto la montaña… de otro modo —respondió ella.

—Pues si la ves distinta, quizás es porque ya has empezado a subirla —dijo él, sin más.

Alma no respondió, pero por primera vez en mucho tiempo, sintió algo moverse dentro.

No era miedo.

Tampoco certeza.

Era algo parecido a una primera semilla.

Ascenso: lo que habita entre los pasos

La mañana siguiente amaneció con una luz más nítida de lo habitual, como si el sol supiera que algo había cambiado.

Alma preparó pan con mermelada y lo compartió en silencio con su padre.

Nadie dijo nada, pero en sus gestos había un acuerdo tácito: el viaje había comenzado.

Durante las semanas siguientes, Alma se preparó sin alardes.

No era entrenamiento de fuerza, sino de intención.

Caminaba más lejos cada día, llevaba piedras en el zurrón para acostumbrar el cuerpo al peso, y dormía menos, como si sus sueños ahora se tejieran despierta.

Habló con Sofía, una mujer mayor que una vez subió la montaña y regresó sin alardes ni cicatrices.

Le contó que no había un solo camino, y que cada cual encontraba el suyo conforme avanzaba.

—Lo difícil no es subir —dijo—. Lo difícil es no huir de lo que encuentras allí.

Alma lo anotó en la libreta que ahora siempre llevaba, y en la que, sin querer, empezaban a aparecer frases suyas que no recordaba haber escrito.

Como si dentro de ella alguien más también estuviera subiendo.

El día del ascenso no fue anunciado.

Simplemente llegó.

No hizo las maletas.

Solo tomó su bastón —el de su abuelo—, una capa de lana, pan seco y una piedra plana que había recogido de pequeña y que le recordaba a su madre.

Al mirar la montaña desde la base, no sintió miedo.

Sintió una reverencia antigua, como si la montaña la estuviera esperando desde hacía años y ahora, por fin, la reconociera.

Los primeros tramos fueron amables.

Arbustos con flores pequeñas, senderos suaves, olor a resina.

Pero a medida que ascendía, el terreno se volvía más áspero, el aire más delgado, y su cuerpo empezaba a hablarle en forma de cansancio.

A mitad de camino, mientras el sol caía tras los riscos, Alma tropezó con una raíz y cayó de rodillas.

No era una herida seria, pero sangró lo justo para que el miedo entrara.

Se quedó allí, con la respiración entrecortada, los ojos fijos en el polvo de la tierra.

Dudó.

Fue entonces cuando aparecieron las voces.

No fuera, sino dentro.

—No eres suficiente.
—Esto no es para ti.
—¿Y si no hay nada al final?

Se quedó quieta, escuchándolas.

Pero, en vez de luchar contra ellas, se limitó a nombrarlas en voz baja. «Duda. Culpa. Temor ajeno. Expectativas.»

Y al nombrarlas, dejaron de tener rostro.

Sigió subiendo.

Más arriba, el viento se volvió un animal nervioso.

Golpeaba su capa, le robaba el aliento.

Y luego, como una prueba final, la tormenta.

El cielo se desgarró sin previo aviso, como si la montaña hubiera decidido ponerla a prueba.

Lluvia como agujas, truenos como portazos del cielo.

Alma corrió en busca de refugio y halló una grieta entre dos peñascos.

Allí se acurrucó, con las piernas contra el pecho y la espalda empapada.

En esa grieta, donde el frío se colaba por las rendijas del alma, lloró por primera vez en años.

No de miedo, sino de agotamiento.

De rendición parcial.

No sabía si subiría o no, pero en ese instante entendió que la montaña no pedía perfección, solo presencia.

Cuando la tormenta cesó, no quedó silencio, sino claridad.

El valle brillaba a lo lejos, como un recuerdo.

Y justo al otro lado, la cima.

No era tan alta como había imaginado.

O quizá ahora era ella quien estaba más cerca.

Se levantó, apretó el bastón entre las manos y siguió.

Llegada: lo que ya estaba dentro

El último tramo no se midió en metros, sino en preguntas.

El sendero desaparecía a ratos, obligándola a intuir, no a ver.

Las piedras no eran obstáculos sino umbrales.

Cada paso era una pequeña renuncia: a la duda, al juicio ajeno, al deseo de gustar sin saberse.

Y entonces, sin anuncio ni fanfarria, llegó.

La cima no era un pico afilado ni un mirador glorioso.

Era una planicie suave, rodeada de nubes bajas, con un claro de hierba en el centro.

En el suelo, una piedra redonda tallada con símbolos antiguos y, frente a ella, su reflejo.

No era un espejo.

Tampoco agua.

Era algo más hondo.

Un reflejo vivo.

Alma se vio a sí misma de pie, tal como estaba.

Pero algo era distinto: la mirada.

En ella no había duda, ni miedo, ni necesidad de validación.

Solo calma.

La versión de sí misma que siempre había intuido, pero que por fin podía ver con claridad.

Se sentó en silencio. Respiró.

Cerró los ojos.

No pensó en metas, ni en logros, ni en explicaciones.

Solo supo que ya estaba.

Que se había encontrado.

El descenso fue lento, como si cada paso necesitara ser recordado.

El viento ya no cortaba: acariciaba.

El silencio no pesaba: acompañaba.

Al llegar al pie de la montaña, Elio la esperaba bajo un árbol torcido por los años.

No sonrió ni habló.

Solo la miró con esa quietud que tienen las cosas que ya sabían lo que iba a pasar.

—He vuelto —dijo Alma.

—No has vuelto. Has llegado —respondió él.

Ella asintió. Lo entendía.

—¿La montaña me ha cambiado? —preguntó, por costumbre más que por necesidad.

—La montaña no cambia a nadie. Solo retira el polvo. Lo que ves ahora… siempre estuvo —dijo Elio, sin mirarla, como si hablara al aire.

Entonces Alma se dio la vuelta, y el valle era distinto.

No porque hubiese cambiado nada, sino porque lo miraba con ojos nuevos.

Todo tenía otro brillo.

El agua, las ramas, los rostros.

Como si el mundo hubiera afinado su nota.

Los días que siguieron no fueron espectaculares.

Regresó a su casa de piedra, al río, a las tareas del campo.

Pero cada gesto tenía un peso nuevo.

Empezó a hablar más.

A compartir.

No consejos, sino relatos.

Contaba su historia no como hazaña, sino como puerta.

Otros la escuchaban. Algunos jóvenes, otras mujeres mayores, incluso niños que no sabían aún lo que significaba “sueño”.

Y sin querer, su voz fue sembrando algo.

Pronto se notó.

Aquí y allá, otros comenzaron a mirar la montaña con otros ojos.

No todos subieron.

Pero todos empezaron a escuchar la pregunta.

Y la montaña… seguía allí. Inmensa.

Callada.

Pero menos sola.

Vibraba, no con su altura, sino con las pisadas, los miedos, las lágrimas, las risas de quienes se atrevían a acercarse a ella, aunque solo fuera para mirarla de frente.

En el valle, los atardeceres parecían más largos.

No porque el sol se demorara, sino porque la luz tardaba más en irse de los corazones.

Alma seguía paseando.

Saludaba a las encinas, hablaba con las piedras.

Pero ahora lo hacía con otra voz.

No buscaba compañía.

Solo compartía la suya.

Y en el arroyo, al mirarse, ya no buscaba respuestas.

Solo sonreía.

Porque al fin… se reconocía.

Moraleja del cuento La montaña de los sueños

Como la montaña frente a Alma, la vida nos presenta desafíos que parecen infranqueables.

Debemos recordar que el viaje para superarlos no es solo una ascensión física, sino un camino hacia el reconocimiento de nuestra propia valía y fuerza.

Y, es que, subir una montaña no es alcanzar la cima.

Es recordar quién eres bajo las capas que el mundo te fue colocando.

El amor propio no se conquista: se desentierra.

Y lo que descubres al final… ya estaba en ti desde el principio.

Abraham Cuentacuentos.

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