La princesa que salvó su reino con su inteligencia
En un reino lejano, resguardado por alabastro y esmeraldas, habitaba la princesa Ariadna, cuya mente era tan brillante como el sol que tejía doradas alboradas sobre los campos del este.
Tenía ojos del color del océano en calma y sus cabellos cascaban como la noche sobre sus hombros.
No solo era heredera del trono, sino de una curiosidad insaciable, y un corazón tan vasto que en él cabían todos los misterios del mundo.
Sin embargo, la paz en aquel reino se colmaba de tensiones, pues un temible enigma afligía a su pueblo.
Un dragón de escamas como escudos y ojos como carbones encendidos había asentado su morada cerca de las fuentes de agua, amenazando con dejar las tierras yermas si no se le ofrecía cada mes una ofrenda dorada de conocimientos.
Este singular dragón no anhelaba oro ni joyas, sino secretos, enigmas sin resolver y acertijos que entretuvieran su inmortalidad.
«Padre,» exclamó Ariadna una luminosa mañana de primavera, «permitidme ser quien enfrente al dragón. Poseo un plan tejido con la misma sutileza de las telas de la araña, un plan que desenrede este embrollo y traiga de vuelta la serenidad a nuestro dominio.»
El rey, un hombre de apacible semblante y sabiduría venerable, la miró con ojos entornados, la luz de una decisiva determinación brillando en sus ojos. «Ariadna, mi joya más preciada, serás la estrella que guíe nuestro destino. Ve y retorna con la gloria de tu ingenio.»
Confiada y serena, Ariadna se adentró en los bosques susurrantes, llevando únicamente consigo un relicario antiguo que resguardaba la más ingeniosa de las trampas: un laberinto de palabras y acertijos, el cual estaba seguro, capturaría al dragón en una red de intriga interminable.
Su presencia perturbaba el silencio del bosque, mas su paso decidido anunciaba la firmeza de su resolución.
Al llegar al río, su corriente se detuvo y la princesa pudo ver cómo las aguas se despejaban y revelaban el reflejo de un joven caballero de pieles blanqueadas como la nieve y cabello oscuro como las plumas de un cuervo.
«Soy Lysander,» dijo con voz que rompía la quietud, «y he jurado proteger a quien busque la sabiduría por encima de la lucha y la fuerza.»
Ariadna, con una sonrisa tenue pero segura, aceptó su compañía y juntos encaminaron hacia la gruta del dragón, hablando de estrellas y enigmas, uniendo sus mentes en una alianza singular contra un destino común.
Al tercer día, la gruta se alzaba ante ellos, exhaling alientos de misterios ancestrales.
«Aquí yace el desafío que hemos venido a confrontar,» dijo Lysander, extendiendo su mano hacia la entrada oscura. «No obstante, recuerda, princesa, que el verdadero poder no yace en el acero, sino en el espíritu que nos anima.»
Con un corazón valiente, Ariadna asintió y se aproximó al dragón, cuyos ojos brillaban con la luz de mil incógnitas.
«Oh dragón de la sabiduría sin par, vengo a proponerte un trueque,» expresó con voz que no temblaba. «Te ofrezco un desafío que ni tu eternidad podría desentrañar, a cambio de la paz de nuestro reino y el fluir constante de nuestras aguas.»
El dragón, con un gruñido que evocaba la curiosidad de los eruditos de antaño, asintió, y Ariadna abrió el relicario mostrando al dragón el laberinto de palabras. «Este laberinto guarda en su centro el secreto más grande de todos, pero solo aquel de sabiduría infinita podrá alcanzarlo.»
Días y noches se sucedieron mientras el dragón contemplaba el laberinto, maravillado ante cada vuelta y trampa de palabras.
Mientras tanto, el reino recuperaba lentamente su vigor. Los campos reverdecían y las fuente fluían impetuosas, como si nunca hubiesen conocido la sequía.
Ariadna y Lysander, cuyas mentes ya resonaban en concordancia, sabían que el dragón nunca encontraría el fin, ya que el secreto más grande era el propio laberinto; un viaje sin fin en búsqueda de conocimiento.
«Hemos restituido la vida a nuestro reino,» dijo Ariadna, mientras observaba las tierras desde la cima de la colina más alta. «Aunque me pregunto, ¿encontrará alguna vez el dragón la paz en su búsqueda infinita?»
«Quizás,» contestó Lysander, «todos buscamos nuestras verdades. Algunas encuentran su fin en la sabiduría, otras en la aceptación de que hay enigmas que viven para siempre en las sombras. Lo valioso es la búsqueda.»
La leyenda de la princesa Ariadna y Lysander se entrelazó con las raíces del reino, creciendo como una leyenda de astucia sobre la fuerza, de la sabiduría sobre el poder.
La armonía fue restaurada, y en la corte, las historias de la noche siempre guardaban un capítulo para aquellos dos héroes improbables.
El rey, en la última etapa de su reinado, no solo celebró la paz, sino también la unión de su hija con aquel caballero erudito, sellando así la promesa de un futuro de prosperidad y entendimiento mutuo.
El dragón, por su parte, siguiera entretenido con su eterno acertijo, ya no como una amenaza, sino como un guardián de la sed de conocimiento.
Y así, el reino, que una vez tembló ante la sombra de un enigma, floreció bajo la guía de una princesa cuya arma más poderosa era su mente incansable, y un caballero cuya valentía residía en la fortaleza de su intelecto.
Moraleja del cuento «La princesa que salvó su reino con su inteligencia»
En las criptas del tiempo y del pensamiento humano, reside una verdad innegable; que la fuerza del ingenio y la sabiduría son los pilares que sostienen los cimientos de los reinos más prósperos.
Porque aunque el músculo puede doblegar el acero, solo la mente puede moldear los destinos y escribir en las estrellas historias de coraje y luz.
Así, la princesa y el caballero nos recuerdan que es en la búsqueda, no en la llegada, donde se halla el verdadero valor de nuestros días.
Abraham Cuentacuentos.