La última hoja del árbol de los sueños
En un rincón olvidado del valle, donde la brisa susurra secretos a quien sabe escuchar, se alzaba el árbol de los sueños, viejo y majestuoso.
Sus raíces, hondas como pensamientos antiguos, dormían bajo la tierra.
Sus ramas, altas como anhelos, se mecían con un ritmo que parecía fuera del tiempo.
“Es un árbol mágico”, decían los ancianos junto al fuego, y al decirlo, bajaban la voz, como si temieran despertarlo.
Aeneas, un joven de mirada serena y sonrisa tranquila, creció escuchando aquellas leyendas.
Había algo en él que no buscaba respuestas, sino preguntas que valiera la pena hacerse.
Y el árbol… era una de ellas.
Una noche de otoño, con el cielo despejado y el aire perfumado de despedidas, Aeneas se acercó al árbol. Solo una hoja quedaba en su copa.
Se balanceaba con suavidad, como si dudara entre quedarse o volar.
—Pequeña hoja —susurró—, ¿qué guardas tan cerca del cielo?
Y entonces, la hoja habló.
O quizá fue el viento.
O tal vez fue su corazón, que entendió sin oír.
—Soy guardiana de un deseo olvidado. Si me hallas bajo luna llena y mantienes viva la esperanza, tu mayor anhelo se hará realidad.
Aeneas, con voz de quien no teme soñar, preguntó:
—¿Y qué debo hacer?
—Camina solo —dijo la hoja—. Cumple tres actos desinteresados antes del alba. Y el sueño que no sabías que esperabas, te encontrará.
Sin dudar, Aeneas inició el viaje.
La luna lo acompañó en silencio.
Al poco, cerca de un arroyo, escuchó un susurro tembloroso.
Entre zarzas, un conejo estaba atrapado.
—Ayúdame… por favor…
Aeneas se agachó, rompió con cuidado las espinas y liberó al animal, que le miró con ojos brillantes antes de desaparecer como si nunca hubiera estado.
Siguió andando.
El bosque parecía distinto, más atento.
Más real.
En un claro, vio a una anciana intentando levantar un haz de leña.
Se acercó sin hablar, compartió el peso.
Caminaron juntos, paso a paso, hasta su casa.
Al llegar, la mujer le sonrió.
Una sonrisa limpia, antigua.
Después, entró.
La puerta se cerró sin hacer ruido.
El tiempo se espesaba.
Las estrellas, cada vez más altas.
Antes de llegar de nuevo al árbol, encontró a una niña llorando bajo un roble.
Su cometa, enredada entre las ramas, se agitaba como una promesa perdida.
—¿Puedo ayudarte? —dijo Aeneas.
Trepar no fue fácil.
Pero al bajar, con la cometa intacta, la niña rió.
Y su risa fue tan clara, tan verdadera, que pareció iluminar la noche.
De vuelta al árbol, la hoja descendió.
No cayó: planeó, como si eligiera, como si supiera.
Aeneas la recibió en sus manos abiertas.
Al tocarla, una luz suave lo envolvió, y en su pecho sintió algo que no era sorpresa… sino reconocimiento.
Una imagen se dibujó en su mente: unos ojos profundos, una voz serena, una presencia que no sabía que llevaba años esperando.
Y entonces, junto a él, una figura tomó forma.
No era aparición ni milagro.
Era encuentro.
Aura.
De sonrisa cálida y mirada estrellada.
—Tu corazón puro ha cruzado el umbral del sueño —dijo ella, sin alzar la voz—. Y yo… siempre he sido el sueño al que pertenecías.
Él no respondió. Solo cerró los ojos. Y cuando los abrió, ya no estaba solo.
Desde entonces, cada hoja del árbol de los sueños susurra una historia distinta.
Pero los viajeros que se detienen en su sombra, aseguran que hay una que nunca cambia:
La de dos almas que, bajo una luna sin prisa, se eligieron antes de saber que se buscaban.
Y así, noche tras noche, Aeneas y Aura siguen caminando juntos, tejidos en el aire como un suspiro.
Prometiéndose, sin palabras, un amor que ni el sueño ni el tiempo podrán arrancar jamás.
Moraleja del cuento «La última hoja del árbol de los sueños»
Los actos desinteresados son las semillas de los sueños más puros.
El verdadero deseo no siempre se busca con la razón, sino con actos sencillos y un corazón sincero.
A veces, los sueños más profundos se despiertan cuando ayudamos a los demás sin esperar nada a cambio.
Aeneas nos enseña que la magia existe para quienes son valientes de corazón y generosos de espíritu, y que un sueño cumplido puede ser el inicio de un amor eterno.
Abraham Cuentacuentos.