Susurros en el ático y la terrorífica historia de un espíritu vengativo en una casa victoriana
La luna menguante apenas sí filtraba entre las nubes, lanzando sombras errantes alrededor de la imponente casa victoriana que se erguía, majestuosa y en decadencia, sobre la colina de Heatherfield.
La familia De Vries, recién asentada en el antiguo hogar, componía de Richard, su esposa Marianne y su hija Sophie, una adolescente de curiosidad insaciable y ojos tan grandes como su mundo de fantasías.
Los primeros días transcurrieron entre el desempaque de cajas y el conocimiento de todos los rincones de la casa.
Las estancias mantenían el aire de sus otrora habitantes, y en cada habitación parecía existir una historia muda que susurraba entre los pesados cortinajes y bajo las alfombras gastadas.
Marianne era una mujer de nervios fuertes, de tez pálida y ojos perenne inquietos, centrada siempre en asegurar el bienestar de su hogar.
No tardó en notar cómo el ático, una habitación cerrada por años y que conservaba el polvo de los secretos del pasado, capturaba a menudo la atención de Sophie.
«Es solo curiosidad», se dijo, aunque no podía apartar de su mente la idea de una presencia que la observaba desde la oscuridad del umbral.
Las noches en la casa parecían más silentes que en cualquier otro lugar, pero un hecho inusual comenzó a ser recurrente.
Susurros confusos emergían desde el ático, donde nadie subía.
Sophie, con la audacia de su juventud, decidió una noche, enfrentarse a esos sonidos fantasmales.
«¿Escuchas eso?», preguntaba Sophie a su osito de peluche, compañero de sus aventuras nocturnas. «Son ellos, deben estar contando secretos».
Decidida, dejó su cama y se acercó sigilosa al ático. La puerta se encontraba entreabierta, un hecho que no había ocurrido antes.
El viejo piso de madera chirriaba con cada paso que daba.
Su corazón latía al compás de un metrónomo enloquecido, mientras su mano temblorosa empujaba la puerta.
Un vacío sepulcral se abría ante ella y solo el haz de su linterna fraccionaba la penumbra.
Los susurros parecían tornarse voces, voces que invocaban su nombre. «Sophie, Sophie…», escuchó claramente.
De repente, la linterna se apagó y la oscuridad la envolvió. Entonces algo frío le rozó el brazo.
Por debajo de la puerta, Marianne observaba. Su hija había desaparecido detrás de la entrada al ático, y su propio terror le impedía moverse.
Un silencio eterno transcurrió hasta que, con un coraje desconocido, se armó de valor y subió tras su hija.
El ático estaba vacío. Ningún rincón mostraba rastro de Sophie, solo las pesadas cortinas que se mecían por una inexistente brisa.
Marianne, cegada por la desesperación, tocó cada pared esperando hallar alguna pista. De repente, una de las paredes sonó hueca. Palpando descubrió una puerta secreta.
Richard y Marianne pasaron horas buscando a Sophie, hasta que encontraron una caja de joyas en el piso del ático, cerca de la puerta oculta.
En su interior, había una carta ajada. La letra, elegante y desesperada, narraba la historia de una mujer que había perdido a su hijo en esa misma casa, y cuyo espíritu pedía ayuda para encontrar paz.
Mientras tanto, Sophie despertaba en un sitio desconocido, al resguardo de tenues luces de vela. Frente a ella se encontraba un niño de aspecto pálido y triste.
«¿Quién eres?», preguntó temerosa. «Yo solía vivir aquí», respondió él, «pero ahora estoy perdido y no puedo irme».
La empatía hacia el niño fantasma llenó a Sophie de determinación.
«Te ayudaré», dijo, y sintiendo una conexión desconocida, siguió al espíritu por un pasadizo secreto que conectaba con el resto de la casa.
Juntos, descubrieron objetos que habían pertenecido al niño: un tren de juguete, libros desgastados, y fotografías de una familia que ya no existía.
Con cada objeto encontrado, la neblina que rodeaba al niño se disipaba un poco.
Sophie entendía que reunir los tesoros del pasado era la clave para liberar al niño de su prisión etérea.
Mientras tanto, sus padres no cesaban en su búsqueda, siguiendo las pistas que el antiguo ático ofrecía, cada vez más convencidos de que Sophie y el espíritu estaban vinculados.
Las horas se desvanecían como el polvo en el aire, y el amanecer encontraba a la familia casi completa.
Al reunir el último objeto, un pequeño medallón con la imagen de los padres del niño, un rayo de luz pura atravesó la estancia.
El espíritu miró a Sophie, sus ojos desbordaban gratitud. «Gracias», susurró antes de disolverse en el amanecer.
En ese momento exacto, Sophie apareció ante la vista de sus padres, como si la luz del alba la hubiera traído de vuelta.
Abrazos y lágrimas se entrelazaron, mientras la esencia del niño parecía rozarlos con una brisa de agradecimiento.
Fue un nuevo comienzo para la familia De Vries, quienes aprendieron que las sombras del pasado pueden disiparse con la luz de la comprensión y la valentía.
El ático, una vez un lugar de miedo, se convirtió en el rincón favorito de Sophie, donde los susurros del viento traían mensajes de paz y la promesa de una vida llena de esperanza.
Moraleja del cuento Susurros en el ático y la terrorífica historia de un espíritu vengativo en una casa victoriana
La oscuridad que nos rodea muchas veces esconde historias no concluidas que solo buscan ser entendidas y traídas a la luz.
El coraje de enfrentar nuestros miedos puede no solo liberar a las almas perdidas, sino también iluminar nuestro camino hacia un futuro más cálido y lleno de compasión.
Abraham Cuentacuentos.