El circo abandonado y los payasos que regresan a medianoche

El circo abandonado y los payasos que regresan a medianoche

El circo abandonado y los payasos que regresan a medianoche

En una colina al final de un camino polvoriento, se alzaban los restos de lo que alguna vez fue el Circo de los Hermanos Rodríguez. Ahora, solo quedaban carpas deshilachadas y un silencio opresivo. Los más viejos del pueblo contaban inquietantes historias sobre el lugar, sobre risas que resonaban en la oscuridad y sombras que se movían bajo la luna llena. Nadie se atrevía a acercarse después del anochecer, excepto un grupo de jóvenes deseosos de probar su valentía.

Marcelo, Juan, Carla y Sol, cuatro amigos inseparables, se pararon frente a la entrada destartalada del circo, armados con linternas y un valor aparente. Marcelo, el más aventurero, empujó la puerta chirriante, que se abrió con un gemido metálico. El aire frío y rancio les dio la bienvenida, envolviéndolos en una atmósfera inquietante.

«¿Estás seguro de que debemos hacer esto?», preguntó Carla, su voz temblorosa rompiendo el pesado silencio. «Sí, solo vamos a dar una vuelta rápida y salimos. Una foto cada uno y habremos cumplido el reto», respondió Marcelo con una sonrisa confiada.

Juan, el más escéptico, murmuró para sí una oración antes de seguir a sus amigos. La penumbra dentro de la carpa principal les oprimía el pecho, y el eco de sus pasos resonaba con siniestra precisión. Los haces de luz de las linternas danzaban sobre viejas gradas y postes de madera carcomida.

«Mirad allí», señaló Sol hacia una esquina oscura donde se percibía una especie de caja de madera. Cuando se acercaron, descubrieron que era un viejo baúl de utilería, lleno de trajes de payasos descoloridos y deformes máscaras de sonrisas macabras.

Juan sacudió una de las máscaras, riendo nerviosamente. «Tal vez se vestían así para asustar a los niños». Pero algo en el fondo del baúl llamó la atención de Carla; una pequeña libreta con tapas de cuero desgastadas. «Mirá esto», dijo, hojéandola. Se trataba de un antiguo diario del dueño del circo, José Rodríguez.

«Domingo, 12 de mayo de 1924», leyó en voz alta Carla, «Hoy es la última función. Las sombras han comenzado a llevarse a mis artistas en la noche. Tememos por nuestras vidas, pero no hay escapatoria…» Las palabras intrincadas y la caligrafía temblorosa hicieron que todos se mirasen con una mezcla de curiosidad y terror.

De repente, un ruido sordo resonó detrás de ellos. Las linternas iluminaron a un payaso de verdad, con su faz pintada completamente blanca y labios curvados en una sonrisa espeluznante. «No están invitados…», susurró la figura, y al instante desapareció en la oscuridad.

«¡Corramos!», gritó Marcelo, y aunque intentaron moverse, parecían clavados al suelo por el miedo. Luis, el encargado del circo y primo de José, los interceptó de repente. Un hombre alto y delgado, con una voz cavernosa que pidió disculpas por los antiguos hábitos de los payasos. «La maldición de este lugar es real, chicos», dijo. «Ellos vuelven cada medianoche buscando su último espectáculo.»

Sin embargo, Luis les contó que había una manera de liberar las almas de los payasos: debían recrear la última función con sus trajes y máscaras. Aunque titubeantes, los cuatro acordaron intentarlo. Era su única manera de escapar de aquella pesadilla creciente.

Ataviados con las viejas vestimentas y maquillaje, comenzaron el espectáculo con miedo y trepidación. Juan, quien hacía de maestro de ceremonias, gritó con voz temblorosa: «¡Bienvenidos al Circo de los Hermanos Rodríguez!». De las sombras, surgieron figuras de payasos desencarnados, sus risas escalofriantes se mezclaron con los murmullos del viento.

Poco a poco, el aire se tornó más ligero, y los payasos empezaron a desvanecerse, liberados de su maldición. Pero cuando todo parecía haber terminado, la figura del primer payaso reapareció. «Gracias», dijo con un tono suave y agradecido. «Ahora, finalmente podemos descansar».

Las luces de la carpa titilaron, y un resplandor dorado envolvió a los payasos, quienes desaparecieron en una nube de polvo brillante. Juan y sus amigos se quitaron las máscaras, sus corazones aún latiendo fuertemente.

Luis, con lágrimas en los ojos, les agradeció por su valentía. «Habéis hecho lo imposible. Este lugar puede volver a ser un campo en paz,» dijo. «Vamos, los llevaré a casa.» Los amigos, aún temblorosos, se aferraron a la promesa de un amanecer después de la pesadilla.

Cuando regresaron al pueblo, las tensiones se disiparon. Los cuatro amigos sabían que habían arriesgado sus vidas, pero habían encontrado el espíritu de la valentía y el ingenio dentro de ellos. La historia del circo se convirtió en una leyenda de libertad y redención.

Marcelo, Juan, Carla y Sol se convirtieron en héroes locales. Aunque nunca olvidaron los terrores que enfrentaron aquella noche, comprendieron que incluso en los lugares más oscuros, la luz de la esperanza y la unión puede prevalecer.

Moraleja del cuento «El circo abandonado y los payasos que regresan a medianoche»

La valentía y el espíritu de equipo son fundamentales para superar los desafíos más oscuros. Con amistad y colaboración, es posible derrotar cualquier sombra del pasado y abrirse paso hacia un futuro lleno de luz y paz.

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