El viaje del viento
En un reino suspendido entre nubes de algodón y susurros de la brisa matinal, vivía un muchacho llamado Alaric.
Su corazón era tan amplio como el cielo y sus sueños tan altos como las cumbres de las montañas que abrazaban su aldea.
Alaric poseía un don singular: allí donde él estaba, el viento parecía detener su viaje para escucharle y acariciar su pelo castaño, que brillaba como un tesoro bajo el sol.
Pero aunque la naturaleza parecía rendida a sus pies, Alaric batallaba con una tormenta interior que nublaba su visión del valioso ser que era.
Veía su reflejo en los arroyos y no podía percibir la nobleza de su mirada ni la belleza de su sonrisa sincera.
La gente de la aldea solían decirle, «Alaric, eres el reflejo de la bondad de la tierra», sin embargo, él solo podía escuchar el retumbar de su propia inseguridad.
Una tarde, mientras deambulaba por los prados dorados, Alaric conoció a Valeria, una viajera con ojos de tormenta y cabellos de noche sin luna.
Ella llevaba consigo un diario desgastado por el tiempo y las historias.
«¿Por qué tan pensativo, joven vidente del aire?» le preguntó con dulzura.
Alaric miró al cielo buscando las palabras, y confesó, «Mi vista está nublada por dudas que me impiden ver mi propio valor».
Valeria, con una sabiduría que desbordaba los límites de su jovial rostro, propuso, «permíteme narrarte las historias de mi diario y juntos encontrar el reflejo de tu autoestima perdida».
Así comenzaron a encontrarse día tras día, entre risas y páginas amarillas llenas de aventuras y desventuras.
Cada historia era un espejo donde Alaric comenzaba a verse reflejado.
Escuchó sobre héroes y heroínas, sus luchas y sus triunfos.
A través de los relatos, Valeria hilaba palabras de coraje y aceptación, cosiendo lentamente la autoestima de Alaric.
Un día, una gran sombra atravesó el pueblo.
Una bestia de tristezas pasadas que se alimentaba de las dudas de los humanos merodeaba los alrededores.
La aldea se estremeció y Alaric sintió la llamada de su corazón. «Valeria, debo confrontar a esa criatura. Ella es la manifestación de mis miedos y solo yo puedo disiparla».
Valeria asintió con ojos llameantes de orgullo. «Recuerda las historias, Alaric. Eres valioso y fuerte. Más de lo que alguna vez imaginaste».
Alaric se paró frente a la bestia y, en lugar de acero, blandió su autocompasión.
Habló con convicción, «Yo soy Alaric, tejedor de sueños y amigo del viento.
Mis dudas te dieron forma, pero mi amor propio te transformará.»
La bestia rugió, pero el viento sopló fuerte, envolviendo al muchacho en un abrazo invisible.
Y entonces, lo inimaginable sucedió.
La bestia comenzó a desvanecerse con cada palabra sincera de Alaric, con cada gesto de aceptación hacia sí mismo.
Para cuando había terminado, no quedaba más que un viento suave, como un suspiro de alivio. Alaric había triunfado.
Los días florecieron en años y la relación entre Alaric y Valeria se transformó como las estaciones.
Se convirtieron no solo en confidentes sino en guardianes de sus propios corazones.
Valeria le reveló que ella había viajado de tierra en tierra buscando a alguien que, como ella, luchaba con la tempestad del auto desprecio.
«Tú me enseñaste a creer en mí misma tanto como yo intenté mostrarte tu valía», dijo ella un día entretejiendo sus dedos con los de él.
Y así, juntos, Alaric y Valeria se volvieron maestros de amor propio, llevando relatos de valentía y autoaceptación por todos los confines del reino.
La aldea que una vez estuvo sombría por las dudas, ahora brillaba con la luz del amor propio de su gente.
Con el paso del tiempo, y ya en la plenitud de su vida, Alaric miraba hacia atrás no con remordimiento sino con gratitud.
El viento seguía siendo su compañero y sus palabras, ahora sabias y llenas de años, seguían inspirando a las nuevas generaciones que buscaban su lugar en el mundo.
Alaric y Valeria eran ahora ancianos y vivían en una pequeña cabaña adornada con campanillas que cantaban con el viento.
La gente venía de lejos para oír sus historias y recibir consejos sobre cómo enfrentar sus propios monstruos internos. Y en cada historia compartida, un pedazo de amor propio nacía en el corazón de los oyentes.
Un atardecer, mientras el cielo se pintaba de anaranjado y morado, Valeria preguntó, «Alaric, ¿alguna vez te has arrepentido de este viaje juntos?»
Él sonrió y respondió, «No hay lugar para el arrepentimiento cuando el viaje está lleno de aprendizaje y amor.
Cada paso que he dado, cada duda que he enfrentado, me han hecho más fuerte, más completo.
Este viaje del viento ha sido el más precioso de todos, porque me llevó al más valioso de los tesoros: a mí mismo.»
Moraleja del cuento El viaje del viento
La esencia de cada uno es como el viento, viaja y se transforma, a veces en brisa, otras en tormenta.
El viaje más largo es aquel que nos lleva al centro de nuestro ser, donde reside un amor tan fuerte que puede transformar cualquier sombra en luz.
Ama quien eres, acepta tu viaje y recuerda que el amor propio es la llave que abre todas las puertas del alma.
Abraham Cuentacuentos.