Cuento: La melodía del río al anochecer

Dibujo de un paisaje con un río para el cuento: "La melodía del río al anochecer".

La melodía del río al anochecer

En un pequeño valle rodeado por las montañas más olvidadas del mundo, yacía un pueblo tan diminuto que no aparecía en ningún mapa.

Sus habitantes, a quienes el rumor del río arrullaba cada noche, vivían en completa armonía con la naturaleza.

Entre ellos se encontraban dos jóvenes novios: Lía, la hilandera, cuyos dedos danzaban entre los hilos tejiendo sueños, y Elías, el flautista, cuyas melodías acariciaban el alma de quien las escuchara.

Cuando el crepúsculo despintaba el cielo de naranjas y rosas, Elías se asomaba al balcón de su pequeña cabaña, extrayendo notas suaves y lentas que flotaban sobre las briznas de la noche.

Lia solía visitarlo entonces, sentándose junto a él para escuchar su música mientras murmuraba historias para entreverarlas en sus melodías.

Sus anécdotas, pobladas de personajes cautivadores y paisajes de ensueño, eran el escape perfecto para que Elías cerrara sus ojos y viajara a mundos de tranquilidad y maravilla.

Una noche, mientras Lia relataba la historia de un anciano guardián del tiempo y de cómo este pervivía en el corazón de un reloj de arena mágico, el viento trajo consigo un cambio inesperado.

Una melodía desconocida, distinta a la de Elías, comenzó a entremezclarse con las palabras de Lía.

Esta melodía tenue y lejana parecía provenir del río mismo, convidándolos a seguir su curso misterioso.

«¿Escuchas eso, Elías?» preguntó Lia, una nota de asombro en su voz. «Parece como si el río nos llamara.»

«Nunca he oído tal cosa,» respondió Elías, perplejo. «Es como si la naturaleza entera quisiera contarnos su propia historia.»

Guiados por la curiosidad y el deseo de descubrir el origen de aquella armonía, los enamorados decidieron embarcarse en una aventura al día siguiente.

Al alba, cuando los primeros rayos del sol acariciaban las cumbres y los pájaros ensayaban sus cantos matinales, Lía y Elías tomaron un viejo bote de madera que usaban los pescadores y remaron río abajo.

El viaje estuvo lleno de pequeñas maravillas: avistaron una pareja de ciervos bebiendo en las orillas, un zorro juguetón que les siguió con la mirada desde su escondite entre las zarzas y un canto de sirenas que resonaba entre las gotas de rocío.

A medida que navegaban, la melodía del río se volvía más clara, más definida, envolviendo a los novios en un abrazo invisible y cálido.

El sol ya estaba alto en el cielo cuando llegaron a un claro donde el río se ensanchaba y formaba un espejo de agua.

Allí, en una pequeña isla en medio de ese espejo, había un árbol solitario de ramas tan largas que acariciaban el agua.

En su tronco, brillaba una inscripción de tiempos inmemoriales que relataba la existencia de un espíritu custodio del río, que cada cien años emergía para compartir su sabiduría a través de su canción.

«Debe ser hoy el centésimo año,» murmuró Lía, embelesada por la inscripción y por la comprensión que inundaba su ser. «Quizás somos los elegidos para recibir su mensaje.»

«Pero, ¿qué necesitamos aprender? ¿Y cómo podríamos agradecerle por esta honor?» pensó Elías en voz alta, mientras sus ojos se llenaban de la paz que solo los misterios antiguos pueden proporcionar.

No tuvieron que buscar la respuesta, pues en ese momento, surgió del agua un ser de luz algodonosa y mirada profunda.

El espíritu del río, con una voz que era un murmullo y un cántico al mismo tiempo, comenzó a contarles la historia de los guardianes del valle, los ciclos de la vida y los secretos del fluir del tiempo.

Fue un relato que entrelazó pasado, presente y futuro, y que les reveló la importancia de cada criatura y cada sonido en la sinfonía del universo.

Durante la narración, Lía y Elías se sintieron parte de algo más grande, como notas en una melodía vasta y eterna.

El espíritu les mostró cómo cada fibra tejida por Lía era una trama en la tela de la realidad, y cada nota de Elías, una vibración en el hilo conductor de los sueños.

El sol comenzaba a declinar, tiñendo de purpura y cobre las aguas del río, cuando el espíritu concluyó su sabia lección.

Antes de desvanecerse en la bruma creciente, dejó en manos de Elías una flauta labrada en madera de sauce y a Lía, un carrete de hilo luminoso, prometiendo que, con ellos, podrían transmitir la armonía que habían aprendido.

«Con estos regalos, perpetuarán la memoria de este encuentro y ayudarán a mantener la magia en este valle,» dijo el espíritu con una sonrisa tan antigua como las estrellas.

Al regresar a su hogar, Lia y Elías compartieron con todos los habitantes del pueblo la experiencia vivida.

El poder de los objetos era genuino; cada prenda tejida con el hilo luminoso parecía danzar con luz propia y cada melodía tocada con la nueva flauta de Elías invocaba una calma capaz de aplacar el más turbulento de los corazones.

Las noches en el valle se volvieron aún más mágicas, con más historias siendo soñadas y más melodías flotando en el aire.

Los enamorados siguieron su vida juntos, compartiendo la sabiduría del espíritu del río y manteniendo viva la melodía que había cambiado sus vidas.

Moraleja del cuento «La melodía del río al anochecer»

La vida nos ofrece singulares melodías, y en ocasiones, al seguir su armonía, podemos encontrar revelaciones y tesoros inesperados.

Como Lía y Elías, todos somos parte de una sinfonía universal y nuestras acciones son notas que contribuyen a la eterna canción del cosmos.

A través del compartir y la conexión con la naturaleza, podemos encontrar paz, armonía y propósito en nuestro diario vivir, tejiendo así la mágica tela de nuestros propios destinos.

Abraham Cuentacuentos.

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