La princesa que se enamoró de un plebeyo
En el reino de Caledonia, donde los ríos cantaban y las montañas acariciaban el cielo con sus puntas nevadas, había una joven princesa de ojos tan profundos como el océano y cabellos de oro que reflejaban la luz del sol.
La princesa Elara, hija única del Rey Alarico, poseía una belleza que rivalizaba con el alba, pero, a pesar de sus encantos, su corazón estaba tan encerrado como los jardines secretos del castillo.
La realeza esperaba que ella eligiera un prometido digno de su sangre azul, pero Elara soñaba con aventuras y romances que traspasaran los muros de la tradición.
Los pretendientes del mundo conocido llegaron con el objetivo de conquistar su corazón, cada uno con riquezas y promesas de poder y prosperidad para Caledonia.
Sin embargo, la princesa encontraba cada encuentro tan tedioso como los consejos de guerra de su padre.
Era durante uno de estos fastidiosos eventos que su mirada se cruzó con la de un desconocido.
Él no poseía tierra ni títulos, sólo un par de ojos verdes y una sonrisa que parecía burlarse del pomposo desfile de riquezas a su alrededor.
Su nombre era Lian, y su único oficio era el de fabricante de melodías, un juglar que viajaba de pueblo en pueblo con su laúd y sus historias.
Elara no supo lo que era reír sinceramente hasta que escuchó a Lian contar una de sus historias en la cena de gala.
Entre risas y melodías, la princesa sintió cómo las murallas alrededor de su corazón comenzaban a desmoronarse.
Cada día buscaba su compañía con creciente desesperación, y cada día, con sus conversaciones y discusiones sobre el mundo más allá de las rejas doradas, la princesa se enamoraba más del plebeyo.
Ni las habladurías ni las miradas de desprobación de la corte frenaron el ascenso de su amor.
Pero, como todo lo prohibido, su romance era frágil y precario. Los nobles despreciaban al juglar y urdían planes para separar a la joven pareja.
Conspiraron hasta que uno de ellos, el Duque Erevan, un hombre taimado como una serpiente, logró convencer al Rey Alarico de que una aliada distinguida podría ayudar en la lucha contra los reinos vecinos.
Elara, ajena a las maquinaciones cortesanas, continuó sus secretos encuentros con Lian en los jardines, bajo la luz de la luna, donde las flores nocturnas eran testigos de su amor creciente.
Fue en una de esas noches, mientras compartían sus sueños y anhelos, que el juglar compuso una canción especial para ella, una melodía que hablaba de un amor eterno, más allá de la distinción social y los prejuicios.
A pesar del peligro, Elara estaba decidida a seguir su corazón. Una noche, ante la urgencia del momento y el consejo de una anciana sabia del pueblo, la princesa tomó una decisión que cambiaría el destino del reino.
Se escapó con Lian para contraer matrimonio lejos de las reglas y restricciones de la corte.
Este acto de amor fue el inicio de un tumulto que sacudió el reino hasta sus cimientos.
Cuando el Rey Alarico se enteró de la huida de su hija, un profundo dolor invadió su corazón de padre.
En medio de la tormenta emocional, y por las insistentes palabras del Duque Erevan, ordenó la captura del plebeyo, acusándolo de raptar a la princesa.
Pero el amor de Elara y Lian demostró ser más fuerte que la furia real y las intrigas nobiliarias.
Sigilosos como la brisa de la noche, evadieron cada uno de los peligros urdidos para separarlos.
Con cada día que pasaba, la corte se sumergía más en el escándalo y el chisme, mientras los sirvientes compartían relatos del romance prohibido que parecían propios de los cuentos de hadas.
La noticia del amor entre Elara y Lian se esparció como el polen en primavera, inspirando a poetas y trovadores a cantar alabanzas al valor del corazón sobre la posición social.
Los intentos por aprehender a los amantes resultaron vanos, hasta que el corazón abrumado del Rey escuchó una voz suave en su sueño, la de su amada esposa ya fallecida, quien le hablaba de la verdadera naturaleza del amor y el valor de la felicidad de su única hija.
Alarico despertó con una nueva comprensión, una perspectiva que lo llevó a revocar su orden de captura y a desafiar las convenciones de su corona.
De este modo, una mañana serena, cuando el rocío aún acariciaba las flores del jardín real y la bruma se alzaba como cortinas jubilosas ante el nuevo día, los rumores trajeron noticias a palacio. Elara y Lian habían regresado.
Los guardias abrieron las puertas sin resistencia, y la pareja, de la mano, avanzó hasta el trono del Rey.
El silencio se posó sobre la corte como una pesada capa. Alarico, descendiendo de su pedestal de poder, ofreció su bendición y pidió perdón por no haber reconocido el amor verdadero que brillaba ante sus propios ojos.
El Duque Erevan, cuya malicia había sido silenciada por la sabiduría del pueblo y la firmeza del monarca, desapareció en las sombras, su influencia evaporándose como la niebla a la luz del sol.
El matrimonio de Elara y Lian se celebró con una festividad jamás vista antes en Caledonia.
El pueblo y la nobleza se unieron en la celebración, pues el cariño que los habitantes sentían hacia su princesa superaba cualquier adherencia obsoleta a normas sociales decadentes.
La música, el canto y el baile penetraron cada esquina del reino, uniendo a todos bajo el estandarte del amor y la igualdad.
Compartiendo sus días entre los deberes de la corona y los viajes por el reino, Elara y Lian se convirtieron en el alma de Caledonia, enseñando con el ejemplo que cuando dos corazones están destinados a encontrarse, ningún obstáculo terrenal puede impedir su unión.
El reino floreció como nunca antes, la prosperidad se extendió, y la justicia prevaleció, todo gracias a una princesa que se enamoró de un plebeyo.
Así, en el crepúsculo de sus días, cuando cabellos de plata enmarcaban ya los rostros de Elara y Lian, la canción compuesta bajo la luz de las estrellas seguía sonando en los banquetes y en las calles, recordándoles a todos que el amor verdadero es un poder intemporal que navega a través de las edades, como un barco inquebrantable guiado por la más pura de las brisas.
Moraleja del cuento «La princesa que se enamoró de un plebeyo»
En este relato de amor y coraje, aprendemos que la grandeza no reside en los títulos o la cuna, sino en la fuerza y la nobleza del corazón.
La verdadera riqueza de un reino no se mide por sus cofres repletos de oro, sino por la capacidad de sus gobernantes y ciudadanos de amar, respetar y aceptar la diversidad de fuerzas que mueven al mundo.
Al final, la felicidad de un pueblo se construye sobre los cimientos del amor, la igualdad y la comprensión.
Abraham Cuentacuentos.